Presentación del libro Travesía a caballo por el Chile austral

Travesía a caballo por el Chile austral

Presentación de Travesía a caballo, de Andrés Montero J. en la Casa de América
Discurso del jurista Leopoldo Calvo-Sotelo Ibáñez-Martín en la presentación del libro Travesía a caballo por el Chile austral, el 17 de junio en Casa de América en Madrid.

Se me permitirá empezar estas palabras con una introducción española a un libro chileno. En la literatura de viajes hay, en efecto, un subgénero español que podría llamarse literatura paisajística y patriótica.

Querría evocar aquí a las dos generaciones de escritores que, con medio siglo de diferencia, se lanzaron a recorrer España a pie, a escribir lo que veían y a contárselo a sus compatriotas. Aquella literatura hizo que los españoles descubrieran el paisaje peninsular e introdujo una visión de España que ha llegado casi intacta a nuestros días. 

 La primera y más importante oleada de escritores andariegos fue sin duda la generación del 98. Quizá la más antigua de aquellas caminatas literarias fue el viaje de novios que don Ramón Menéndez Pidal, miembro erudito de la generación, hizo en burro con su mujer, María Goyri, siguiendo la ruta del Cid, en el año 1900. A ese viaje siguieron otros por tierras de Castilla, dedicados muchos de ellos a la recopilación de romances, tarea tan fructífera que le permitió a don Ramón refutar el verso machadiano que a orillas del Duero veía “atónitos palurdos sin danzas ni canciones…”. Hemos dicho que Menéndez Pidal no sólo iba a pie, sino también en burro, lo que obliga a precisar que, a los efectos de estas reflexiones, valen los jumentos, por sí mismos o tirando de los carros que con tanta frecuencia utilizó Azorín, y luego Josep Pla, y también la bicicleta de Delibes.

Pero mayor importancia tiene recordar los fundamentos teóricos de los viajeros ibéricos de la España a pie. Aquí la principal fuente es Unamuno, que en 1909 describía con elocuencia lo que le impulsaba a realizar ese tipo de excursiones.  En el origen hay una urgencia vital: “¿Cómo podría vivir una vida que merezca vivirse, cómo podría sentir el ritmo vital de mi pensamiento, si no me escapara (…) a correr por campos y lugares, a comer de lo que comen los pastores, a dormir en cama de pueblo o sobre la santa tierra, si se tercia?”. Y luego está el móvil patriótico: “No, no ha sido en libros, no ha sido en literatos donde he aprendido a querer a mi patria: ha sido recorriéndola, ha sido visitando devotamente sus rincones”. En el mismo sentido escribió Azorín, escuetamente, como corresponde, que “la base del patriotismo es la geografía”.  

Unamuno identifica asimismo el doble objeto de su actividad viajera, acuñando una expresión que se ha hecho célebre: el paisaje y el paisanaje. El paisanaje que llena el paisaje y le da sentido y sentimiento humano. Hay que “chapuzarse en pueblo” y aprender de él antes de intentar enseñarle. Ese aprendizaje empieza por el lenguaje.   Unamuno decía haber puesto especial ahínco “en sacar a ras de lengua escrita voces de la lengua corrientemente hablada, en desentoñar y desentrañar palabras que chorrean vida según corren frescas y rozagantes de boca en oído y de oído en boca de los buenos lugareños de Castilla y de León”. Contiene esta frase todo un programa lexicográfico, que Delibes se encargaría de cumplir a la perfección muchos años después, con el riquísimo lenguaje popular que ilustra sus cuadros de naturaleza y caza.

Y es que hay una relación indudable entre la España a pie del 98 y la que surgió a mediados del siglo XX, que tiene un hito fundacional: la aparición en 1948 del “Viaje a la Alcarria” de Camilo José Cela, quizá el más caminante de todos nuestros escritores. Al año siguiente, Josep Pla publicó su “Viaje a pie”, que apareció poco después en lengua catalana y en versión ampliada, bajo el título de “El pagès i el seu món”. “Pagès” y “paisanaje” son términos cercanos y, del mismo modo, el proyecto de Pla es parecido al de Unamuno, aunque con mayor orientación antropológica. Escribe Pla que a jóvenes que le pidieran una orientación sobre cómo canalizar los nobles impulsos que se sienten en ese momento de la vida, les aconsejaría, simplemente, que hicieran un viaje a pie por cualquiera de las comarcas catalanas. La finalidad del viaje sería “saciarse de la manera de ser fundamental, inalienable, insoluble, de la gente”. Precisamente eso es lo que hace el propio Pla, chapuzarse en pueblo, analizar delicada e implacablemente el mundo del payés, que constituye la matriz donde germinan los retoños que van renovando la sociedad catalana.

Desde nuestra visión de españoles, este eje de coordenadas nos permite situar la “Travesía a caballo por el Chile austral” de Andrés Montero, que sin duda encaja en la categoría de literatura paisajística y patriótica.  La presencia del factor patriótico no necesita interpretación: el jinete Andrés Montero cabalga en ocasiones enarbolando la bandera chilena. Hay que precisar, sin embargo, que en el relato de Andrés Montero hay un elemento que no está en la tradición literaria española del 98 y de la posguerra: el caballo. La dimensión patriótica aparece vinculada al caballo desde las primeras páginas. Así, leemos en el prólogo que “nuestra nación chilena nació en medio de caballos, traídos a Chile por los conquistadores españoles”.

Pero la influencia del caballo en la narración va más allá de lo patriótico. En el propio prólogo se dice una frase conmovedora: “La dupla jinete-caballo genera emociones profundas y una lealtad indescriptible”. Los caballos son los verdaderos protagonistas de la obra. Han acompañado al autor desde su niñez y él tiene un recuerdo para aquellos nobles animales con los que recorría el campo familiar en Linares desde los tres años: la Pantera, el Colorete, el Barroso, la Aparecida, el Cigarro, la Princesa…

Desde mi primera visita a Chile me sorprendió el patetismo de la letra de una canción chilena en la que un huaso encargado del cuidado de los caballos dice, hablando de un caballo viejo y enfermo: “Como pretenden que yo / Que lo crié de potrillo / Clave en su pecho un cuchillo / Porque el patrón lo ordenó”. Esa tierna solicitud con los caballos aparece en todas las páginas de este libro. Un momento especialmente emotivo es cuando el autor se despide del caballo “Granizo”, un potente animal al que tiene que soltar con otros dos en la coyuntura más difícil de su largo periplo, porque resultaba imposible continuar con ellos. Nos queda el consuelo de que los tres caballos sin duda se integraron con los cientos de caballos salvajes (“baguales”) que habitan aquellos desolados parajes australes.

Pero otras escenas menos dramáticas tienen igualmente interés. Demos razón de una de ellas: “La noche fue compleja, ya que nos tocó una lluvia torrencial. A la carrocería le entraba agua por algunas partes. A las cuatro de la mañana me desperté y, con Luis, acordamos salir temprano. Nos vestimos y a las cinco nos dimos cuenta de que los caballos estaban tiritando de frío. Ensillamos rápido y partimos a las cinco y media, bien protegidos. Los caballos debían recuperarse con el andar”.

Nos quedaría, por último, en la terminología de Unamuno, el paisaje y el paisanaje. El paisaje es un compañero de viaje continuo, y así resulta tanto de la letra del libro como de las hermosas fotografías que lo ilustran. Por otra parte, el buen ojo de agricultor veterano del autor nos va informando de los aspectos agronómicos de interés. Así, camino del laco Colico ve “un par de casas de madera muy bonitas, pero abandonadas”, añadiendo que “se nota inmediatamente la diferencia entre los campos bien y mal trabajados”.

El paisanaje aparece reflejado a lo largo de los muchos encuentros que Andrés Montero tiene a lo largo de su viaje. Es verdad que, como el autor tiene prisa, los retratos son más bien telegráficos. Uno de los mejores aparece al comienzo del viaje:

“Con alegría divisamos a la distancia un huaso de edad mayor que conversaba con alguien tras una reja. Le saludé muy atento y le dije que me alegraba ver a un huaso a caballo.  Le pregunté adónde iba y me dijo que a Población, nuestro mismo destino. Sin embargo, me aclaró que no le gustaba andar a caballo con alguien al lado. Tuve que ser muy creativo para romper el muro. Finalmente, conversamos de muchas cosas”.

Aparece aquí la psicología del “cowboy”, autosuficiente y silencioso, a la que tan acostumbrados nos tenía el cine americano, pero que, según parece, se da también en latitudes meridionales. 

El autor nos da también datos interesantes de los innumerables anfitriones que lo recibieron a lo largo de su viaje. Así, los del lago Esmeralda tenían “unas 350 ovejas, unos cien vacunos y varios caballos”. “Su hijo Luis -sigue contando Andrés-, de dieciséis años, era un astro para el lazo. Lo comprobé cuando grabé un video de él laceando un caballo rosillo muy chúcaro”. ¿Qué es “rosillo”, se preguntarán ustedes?  El autor nos indica, a pie de página, que es un caballo con el pelo mezclado de blanco, negro y castaño. ¿Y qué es “chúcaro”? No lo dice el autor, pero yo lo he mirado: arisco, bravío.

Quizá lo más importante de todo es la mirada afectuosa que el autor dirige al paisanaje.  Ya nos lo dice desde el prólogo: “El principal móvil de esta epopeya ha sido motivar a nuestro jóvenes a no abandonar el mundo rural.  Sus padres y sus abuelos los necesitan en el campo y no lejos de él”. Es este un mensaje de absoluta vigencia en la España contemporánea. Es evidente que el mundo rural conserva un valor imprescindible en cualquier sociedad contemporánea y haríamos bien en no olvidarlo.


                        Casa de América, 17 de junio de 2024