Novela por entregas

¡CHIHUAHUA! Entrega XVII

portada chihuahua -Miguel Mosquera Paans

Amanecía cuando se despertó apresurándose, no sin pesar, a deshacerse de los trozos de tela que permanecían esparcidos a su alrededor, limpios unos y ensangrentados los demás y, no encontrando un lugar seguro o discreto donde desembarazarse de ellos, optó por tirarlos al inodoro descargando repetidas veces la cisterna.

Luego se aseó, se vistió, y fingiendo la mayor pachorra se fue a la cocina para que el aya le sirviera el desayuno, mientras en su pensamiento tramaba un plan para poder hacerse con otro tanga que sustituyera al recién perdido.

Bajaba un zumo de naranja por el gaznate cuando elucubró que lo idóneo sería acercarse al mercado, eso sí, convenientemente disfrazado. Allí podría adquirir sin contratiempos otra braga. Incluso aprovecharía para proveerse de un mayor surtido como un sujetador y unas medias que, en su desbocada imaginación, tendrían por necesidad que ser de liguero.

Satisfecho ante esta nueva expectativa se enfundó una gabardina, se caló un sombrero de charro cubriendo el rostro con unas gafas de sol y, con la nariz camuflada bajo un aparatoso apósito, se dirigió resuelto al mercadillo donde satisfacer sus más libertinas pasiones.

Para evitar ser reconocido por nadie tomó un taxi que lo dejó ante el enorme acceso del mercado de Juárez. Una vez dentro se fue directo a la explanada para tomar asiento desde donde otear en busca de los puestos de venta por los que estaba interesado.

Poncho examinaba el amarillo chillón de la pared interior de la fachada de entrada, mareándose con el vértigo colorista de las terrazas en arcada de los pisos superiores, donde se sucedían enfoscados blancos y asalmonados. 

Acomodado en una de las ringleras de asientos con mesas instaladas intramuros de la plaza, apuraba una cerveza Negra Modelo fresca para paliar el rigor del ambiente. 

En el exterior, alrededor de treinta y cinco grados acompañaban al azote del sempiterno viento del desierto, pero dentro la temperatura se disparaba inducida por el techo metálico de la estructura que lo coronaba y, por si fuera poco, se había ubicado bajo un ventanal diáfano que dejaba traslucir un sol de justicia. 

Medio asfixiado por el atuendo, notablemente sudoroso e inquieto, el criollo llegó al punto de la crispación cuando un mariachi de músicos ambulantes que amenizaban la lonja se acercó hasta su velador para darle una serenata. Más avergonzado que nunca palidecía por momentos. Atosigado por los intérpretes y el calor, pendiente de los puestos donde encontrar su preciada mercancía, imploró al cielo para que cesara aquella pesadilla, obteniendo como única respuesta las hileras de banderines festivos en patriótico tricolor de la enseña mejicana, pendiendo inmóviles de las vigas de la techumbre.

Poncho optó entonces por levantarse, perdiéndose por aquel laberinto de variopintas mercaderías, donde los vendedores anunciaban a viva voz sus productos a la venta.

Acercándose a una zona en la que entre la fruta y las hortalizas se adivinaban tenderetes de ropa, dio directo con una india de la tribu de los Mansos que vendía lencería de todo tipo.

Ataviada de un sarape con profusos motivos indígenas ajustado a los hombros bajo el que vestía un raído blusón azul celeste de algodón y una falda estampada que alternaba flores de tonos púrpura al morado, la vendedora, que engalanaba su cabeza con una vincha intentado en vano mantener juntos los pelos de una desgreñada cabellera grisácea salpicada de canas, intuyó una oportunidad en el acaudalado cliente.

—¡Pásele, güerito! —ofreció a viva voz—. Cómpreme usted estos calzones de charro, y ya verá lo cómodas que le quedan las partes!

El comprador titubeó. Escudriño a su alrededor asegurándose de que nadie lo veía y, con aparente vacilación, se interesó por el precio de unas bragas de fino encaje en color rojo pasión que afloraban entre un maremagno de ropa hecha un hatillo sobre la mesa de venta. 

—¡Sí señor! —vociferó la comerciante—. ¡Veo que el gringo tiene muy buen gusto! ¿Cómo talla la señora?

—La verdad es que no lo sé —contestó mirándose a sí mismo y con cara de súplica ante los gritos de la placera—. Es que yo no sé… Quiero decir, ella es… de ancha como yo, más o menos.

—¡Vaya, vaya! — continuó la tendera intentando aupar la voz tanto como podía, guiñándole el ojo al cliente balbuceante—. ¡Se ve que al señorito le gustan las hembras grandes como varones!

Cuando al cabo de tres minutos la mercera pescó entre aquel montón de trapos la pieza de la medida deseada, estirando el brazo se la acercó a Beny, interesándose en si deseaba alguna cosa más.

—Sí —repuso el indiano que vio el cielo abierto para cumplimentar su novedoso vestuario—. Tal vez una de esas cosas que llevan ustedes las mujeres para sujetarse… ya sabe.

La comerciante observaba al comprador sostener con las manos sobre su propio torso lo que figuraban pechos, cuando sin mucho cavilar le mostró un sostén.

—Se llama sujetador —extendió la comercial mientras calibraba las hipotéticas tetas de Poncho—. ¿Y de qué talla lo va a querer, para una mujer grandota como la de las bragas?

Tras los cristales ahumados de las gafas, el comprador miró con verdadero odio a aquella india indeseable. Luego, elevando los brazos a las alturas en gesto de duda asintió con la cabeza.

—¿Alguna cosa más? —interrogó la vendedora que ya tomaba carrerilla, adivinando en su cliente a un licencioso o un incipiente travestí—. ¿Unas medias con su liguero, alguna confección más para vestir...?

El juarense, desatado también y ya sin aprensión, le ordenó meter todo tipo de prendas en un enorme bolsón.

 * * * * *

Un espectacular Hammer de color negro con los cristales tintados estacionó ante la hermosa iglesia de sencillas paredes blancas que se asienta frente a la entrada del mercado. Meneándose como un rapero descendió un joven con los brazos llenos de tatuajes de tinta azul, bermudas, zapatillas de marca y un pequeño sombrero de ala estrecha en panamá marrón oscuro. Alrededor del cuello cargaba una gruesa cadena de oro resplandeciente y las manos tan llenas de anillos que parecían faltarle dedos para soportar tanta alhaja. Una camiseta de algodón blanco estampada con la leyenda I Love sobre un meticuloso dibujo representando a la Santa Muerte, dejaba traslucir el bulto de una pistola automática.

Continuará...