Novela por entregas

¡CHIHUAHUA! Entrega XXIX

portada chihuahua -Miguel Mosquera Paans

—Necesitaremos por lo menos una pala —reflexionó el matricida—. ¿Con qué si no cavaremos una fosa?

Pero Chavo venía preparado. En su coche traía un equipo completo para ese tipo de contingencias. No era la primera vez que excavaba un hoyo en el desierto, tan seguro como que no sería la última.

Cuando su compinche le advirtió que debía bajar el cadáver, el homicida tuvo auténticas dificultades para cargarlo. No es que fuera excesivamente pesado, pero su estado físico distaba mucho de estar en condiciones óptimas: aún se resentía de la entrepierna, tenía las ingles inflamadas, los huevos a punto de estallar y, por si no llegaba, era incapaz de controlarse ante el creciente escozor que le requemaba el ano.

Como pudo arrastró el bulto que, lejos de presentar la característica rigidez exigible, giraba arbitrario hacía los lados describiendo insólitas contorsiones, semejando pesar igual los pies que la cabeza. 

Tardó lo suyo en meterlo en el ascensor. Alcanzada la planta del garaje llamó discretamente a su hermano, quien se apresuró a ayudarlo para ejecutar la acción con la mayor celeridad posible.

Ambos subieron al coche e iniciaron un recorrido que, mientras para el narcotraficante semejaba un lúdico paseo, a Poncho se le hizo tortuoso.

Al llegar a una zona bien entrada en el desierto el narco detuvo el automóvil, apagó el motor y apeándose se acomodó sobre un montículo de arena. Beny aguardaba confuso instrucciones para proceder. Sentado aún en el vehículo miraba con actitud inquisitiva a su cómplice.

Al ver que Poncho no reaccionaba, cansado de esperar, Chavo le ordenó que cogiera una pala y comenzara a cavar.

—¿No pretenderás que lo haga yo? —inquirió retórico el hampón—. Aún estoy cansado por el esfuerzo de la noche pasada. Mira, ahí no más a veinte metros enterré ayer a una chingada que se resistió a tener trato conmigo.

De un brinco Poncho saltó del auto tomando la zapa, acongojado ante la expectativa de haber pedido ayuda a un perturbado confeso. Hasta entonces, la magnitud de asesino que pudiera tener su hermanastro no iba mucho más allá de la simple abstracción de considerar que tales actos abyectos formaban parte de su oficio, pero en aquel momento tomó conciencia de estar frente a un criminal de sangre fría, capaz de cualquier barrabasada. Si aquella pobre desgraciada yacía bajo tierra simplemente por no haber querido tener “algo” con él, ¿qué represalias tomaría de averiguar la identidad de su asuntito?

Como alma que lleva el diablo, el criollo se puso a cavar con cuanta prisa y vigor fue capaz, sufriendo por vez primera en carne propia el significado de esfuerzo físico, experimentándolo en la adversidad del dolor y luchando contra el viento del desierto, que sin darle tregua reponía una palada de arena por cada tres que removía.

¡Seis horas le llevó conseguir un hoyo de algo más de metro y medio de hondo por el mismo ancho! Cuando clavó la pala al lado del foso amanecía en el desierto de Samalayuca. Chavo dormitaba acomodado sobre una duna por lo que prefirió prescindir de su ayuda. Arrastrando el cadáver lo dejó caer en el hueco, desconcertándose por el sonido que provocó el impacto contra el suelo. A Beny le dio la impresión de oír un objeto metálico chocando contra una olla de barro que estallaba, achacándolo a la fatiga o la tensión. Inmediatamente se puso a palear para cubrir a la difunta.

Atando un destornillador al astil de la pala con cinta adhesiva confeccionó una cruz. A punto estaba de clavarla en la cabecera de la fosa cuando su hermano le cortó en seco reprochándole su iniciativa.

—¡Pero qué haces chingado! —lo interpeló—. ¿Qué no ves que sólo te falta ponerle una tarjeta con nuestra dirección para que la policía nos encuentre?

—Yo… —vaciló el enterrador—. Sólo pretendía… no sé… darle santa sepultura.

—¿Está usted zonzo o qué, güey? —lo recriminó el narco—. ¿Tú sabes la cantidad de maquiladoras que hay aquí enterradas? Si nos dedicáramos a poner un crucifijo por cada una, estos meandros luciría como el cementerio de Ciudad Juárez. ¡Ándele, guarde la herramienta que nos volvemos!

El regreso fue bastante más placentero. Beny había llegado a tal punto de suplicio que su cerebro lo tenía emborrachado por completo de endorfina. Además sentía un razonable alivio después de haber zanjado aquel asunto, o al menos tras resolver esa parte del problema. Esto cuando menos, unido a la revelación sobre el paraje calcinador y hostil donde reposaba tan abultado número de almas sin que nadie hubiera dado con ellas, le brindó un considerable sosiego. Eso y por descontado la convicción con la que descansaba en la profesionalidad de su hermanastro, quien avalaba la más absoluta garantía de impunidad, valorando a partir de ahí que lo más juicioso sería sepultar aquel trágico acontecimiento de su vida en el más profundo olvido. 

Bajo el calor del amanecer, con el viento batiendo la arena en el parabrisas del todoterreno, el indiano preguntó a su hermano cómo podía mostrar semejante aplomo cuando a él le costaba soportar a duras penas tanta tensión.

—Supongo que es la costumbre. Esto forma parte del trabajo —razonó sereno—. A un albañil nadie le paga para que caiga desde un andamio, pero esa eventualidad es un riesgo laboral que debe asumir. ¡Pues lo mismo! Además en mi oficio está la Santa Muerte que nos ampara, de modo que no hay nada de qué preocuparse. Para ella nadie es más ni menos porque nos hace a todos iguales. Bueno, no, no tan semejantes, algunos le consagramos hermosas ofrendas y oraciones que nos protegen de cualquier peligro.

Continuará...