Nadando entre medusas

La banalización del mal

Eran jóvenes, estaban riendo, cantando y bailando, como sólo pueden bailar aquellos que se reúnen para celebrar el hecho de estar vivos. Pero de golpe apareció el mal. Ese disfrazado de bien. Ese mal que enmascara la venganza con el falso rostro de la esperanza. Es decir: el mal necesario, el terapéutico, el peor de todos los males. Como salidos de la nada, aparecieron los enemigos de la vida, y excitados por el hedor de su propio odio, empezaron a disparar contra todos aquellos que en ese momento parecían el espejo de su amargura, de su resentimiento, de su frustración. Mataron a todos los que pudieron y secuestraron a todos los que no les interesaba matar. Su instinto criminal es tan irracional que, días después, ni siquiera pueden decir que esta espectacular masacre la tenían que llevar a cabo para defender a los ciudadanos del pueblo palestino, pues sabían perfectamente que por su culpa, al otro día empezarían a morir centenares de palestinos inocentes, condenándolos así a todos a morir bajo el fuego del mismo odio.

Pero lo que desconocen estos criminales es que el pueblo judío puede ser vapuleable, difamable, criminalizable... Puede ser asesinado en masa, pero no es exterminable. Ya lo intentó el imperio persa, el asirio, el egipcio, el babilónico, el griego, el romano... También lo ha intentado el imperio cristiano, con un manual de instrucciones que tiene un escalofriante parecido con el que usaron los nazis, tal y como lo demuestra Hans Küng en la tabla comparativa que expone en su libro El judaísmo, página 228 y siguientes, de editorial Trotta. Para quienes no lo recuerden, Hans Küng no fue un judío ultraortodoxo, ni un enemigo acérrimo del cristianismo, ni un indocumentado: fue sacerdote católico y uno de los teólogos más importantes del siglo XX, y que en 1962 fue llamado por el papa Juan XXIII para participar como perito en Concilio Vaticano II. Por decir lo que pensaba, o mejor dicho, por compartir lo que aprendía, el siguiente papa, Juan Pablo, II lo apartó del ejercicio de la docencia. Muchos consideran a este insigne teólogo un hereje, que en realidad no significa otra cosa que pensar diferente. Pero a veces es necesario no pensar como los demás, porque es la única manera de poder ejercer el derecho a pensar. El odio al pueblo judío no lo inventaron los nazis. Ya lo recomendaba y practicaba la incipiente Iglesia católica en el siglo II, por ejemplo, cuando el obispo Crisóstomo afirmó que los judíos sólo eran aptos para el matadero. Al pueblo judío se le ha criminalizado tanto, que ha sido el único pueblo acusado de matar a Dios, como afirmó el obispo Melitón de Sardes en esa misma época. Por eso, en siglos posteriores, llamar deicidas a todos los judíos se convirtió en una evangélica costumbre que al pueblo judío le ha costado cientos de miles de muertos. Y el argumento era muy simple: si Jesús de Nazaret es Dios (para los judíos una blasfemia a los ojos de Jesús y a los del mismo Dios, porque Jesús nunca dejó de ser judío y Yahvé nunca dejó ser el único Dios, pues lo contrario es considerado por ambos, además de una blasfemia, una idolatría) si Jesús es Dios, insisten, y si los judíos exigieron la muerte de Jesús, los judíos son necesariamente los asesinos de Dios. Naturalmente, esta injuria criminalizante contra el pueblo judío se ha sostenido durante siglos porque nadie se ha hecho la siguiente reflexión: si los judíos exigieron la crucifixión del rabino judío Jesús de Nazaret, y si él se dejó crucificar sólo porque ésta era la sagrada voluntad del Padre, ¿quién es realmente el inductor de este asesinato?. Y no menos importante: en esta historia ¿qué pueblo obedeció, realmente, la voluntad de Dios?.  

No hay más preguntas, señoría.

Desde el momento en que el bien se polariza, el mal se banaliza y la mentira se institucionaliza. Cuando este fenómeno ocurre, el odio se cotidianiza hasta convertirse en un producto de consumo habitual. Y a partir de aquí, el morbo criminal aparece como un botón más en nuestro mando a distancia. Pero aunque su consumo sea fácil e inmediato, convendría no olvidar que el cortisol (la hormona del estrés que se convierte en tóxica a partir de ciertas cantidades) tarda horas en desaparecer completamente de nuestro organismo. Por eso no ha de extrañarnos que en los próximos días, muchos se empeñen en cortisolizar nuestras vidas. Por ejemplo, veremos a turbas enfurecidas de la extrema izquierda denunciando los crímenes de Israel y exigiendo la libertad para el pueblo palestino, aunque esta exigencia jamás incluya el derecho del pueblo palestino a liberarse de una vez por todas del grupo terrorista que dice representarlo. Porque este grupo no quiere convertir a Palestina en un pueblo libre, quiere convertirlo en un país islámico. Pero a la siempre atea extrema izquierda española, esto le resulta un matiz indigno de mencionar. Esta extrema izquierda que nunca condenaba a los terroristas que mataban guardias civiles, pero ahora quiere que sean guardias civiles los que les protejan a ellos y sus familias. Esta extrema izquierda que moja sus piojos en champán francés, pero que jamás habla de derechos humanos, ni de la libertad de los pueblos, ni de crímenes intolerables cuando estos son cometidos por el gobierno comunista de China contra el pueblo tibetano, que desde la invasión en 1949 ya puede rozar el millón de muertos, número que varía según las fuentes que se consulten. Una minucia, dirán algunos, si comparamos esta cifra con los millones de muertos que ha provocado el comunismo a lo largo de su historia. Por ejemplo: sesenta millones en la República Popular China, veinte millones en la extinta Unión Soviética, dos millones en Corea del Norte, dos millones en Camboya...  Un total aproximado de casi cien millones de víctimas, según El Libro negro del comunismo: crímenes, terror y represión, un libro escrito por profesores de universidad e investigadores europeos y editado en España por Espasa Calpe y Planeta. Naturalmente, lo que le indigna a la extrema izquierda no son los datos, es decir: el número de muertos. Lo que le indigna es que este acreditado grupo de profesionales, después de escribir el libro, reconozca que la mayoría son de izquierdas. Moraleja: para el fanático, no hay peor enemigo que el amigo que le dice la verdad. 

En los próximos días veremos aparecer como setas a expertos en el “Conflicto árabe-israelí”. Todos hablarán sobre el pueblo judío, aunque la mayoría no sepa las diferencias entre ser judío, israelita sionista, e israelí. Muchos dirán que todos los judíos son iguales, y por eso muy pocos podrán explicarnos cuáles son las diferencias entre un judío ultraortodoxo, uno conservador y otro progresista. Tampoco nos dirán que entre los mismos judíos ultraortodoxos, muchos de ellos no reconocen al Estado de Israel porque es un Estado laico. En los próximos días, todos destacarán las diferencias religiosas, aunque la mayoría desconozca que el Islam considera a Abraham, el padre del judaísmo, como el primer musulmán. Tampoco reconocerán que Israel tiene dos idiomas oficiales, el hebreo y el árabe. Otros habrán olvidado que el pueblo judío, a pesar de representar sólo un 0,2% de la población mundial, ha cosechado más del 20% de los Premios Nobel. 

En los próximos días, los que desconocen que usted puede ser judío y ateo, y que incluso puede ser israelí sin ser judío y viceversa, todos ellos opinarán y pontificarán. También, por culpa del odio en esas tierras tan queridas, como son Palestina e Israel, seremos testigos de pavorosas tragedias. Veremos, por ejemplo, a niños gritando por calles en ruinas los nombres de unos padres que jamás volverán a ver. 

Pero si estos niños no llevan una bandera en su camiseta, ¿seremos nosotros capaces de distinguir su nacionalidad?