Tejidos

Escribir y re-escribir

Todo acto creador es dinámico e instantáneo, pues, al recibirlo y expresarlo, nos hace comenzar a ser. A él pertenecen el escribir, que es una acción que deja huella, y el re-escribir, que implica el re-hacer, el volver sobre lo escrito para decir algo nuevo. Se escribe para poner el alma en las palabras, para tener una conciencia más profunda del propio destino, lo cual hace que la escritura sea un ejercicio de introspección sicológica. Y se re-escribe para despojarse de lo accesorio y quedarse con lo esencial, lo cual convierte a la re-escritura en un ejercicio de disciplina y disponibilidad constantes. Además, quien escribe lo hace para ser leído, para dejar constancia de lo que ha sido. De ahí que tanto escritura como re-escritura sean experiencias inacabadas, un intento de sobrevivir frente al olvido, forma misma de la muerte.

En poesía hay dos tipos de creadores: aquellos que trabajan constantemente su obra por dentro y los que apenas vuelven sobre lo escrito, porque su concepción de lo poético es partir siempre de cero. A los primeros pertenece Juan Ramón Jiménez, cuya evolución poética no fue lineal, sino circular, en busca de un instante de plenitud en el que todo está destruyéndose y creándose de nuevo. Podrían ponerse múltiples ejemplos de esta revisión constante en su escritura poética, a la que responde el título mismo de “Obra en marcha”, pero si tuviera que escoger uno de ellos me quedaría con el poema 3 de Eternidades (1918), libro en el que comienza un proceso de depuración que ya no le va a abandonar. De este poema, conservado en los fondos de Puerto Rico, se conservan dos versiones:

Ambos poemas coinciden tanto en el contenido (fusión de instinto e inteligencia en el proceso creador), como en la expresión (la forma apelativa del vocativo y el imperativo), pero lo que el segundo añade al primero es un mayor deseo de totalidad, como lo prueban el cambio del artículo determinado (“el nombre exacto de las cosas”) por el adjetivo posesivo (“mi nombre exacto de las cosas”), que sirve para interiorizar la expresión; la sustitución de la forma verbal “dame”, dominante en el primer poema, por otras de su mismo campo semántico (“prueba”, “ratifica”); y la inclusión de incisos simétricos (“bien seguros así”, “arrepentidos así”, “más felices así”), en el paréntesis del verso final (“por tuyo, suyo y mío”), cuya ruptura lingüística actúa como comentario del tema principal. Ambos poemas apuntan a una revelación del nombre como cifra del poetizar, pues dar nombre a las cosas equivale a salvarlas de la contingencia, pero lo que añade el segundo, con sus correcciones, es una visión de la totalidad.

El segundo ejemplo significativo de re-escritura lo hallamos en la poesía de Blas de Otero, poeta siempre en contacto con la lírica tradicional, despojada de todo artificio y abierta a la sencillez de la expresión hablada. Conocedor de los antiguos romanceros y cancioneros, Otero no se limita a imitarlos, sino a depurar la canción popular con su personalidad. Y así vemos cómo en la parte III de su libro Que trata de España (1964), titulada precisamente “Cantares”, el poeta bilbaíno se inspira en una conocida cantiga de Gil Vicente para expresar sus deseos de armonía y fraternidad. Veamos los dos textos:

En la cantiga de Gil Vicente, que da fin al Auto de la Sibila Casandra (1504), los personajes cantan la belleza de María, símbolo de perfección espiritual. Todos los estamentos sociales, representados por el marinero, el caballero y el pastor, se someten a esa belleza absoluta para hacer ver a Casandra su error y el papel que le corresponde dentro del orden jerárquico. Dentro de un proceso continuo en el que se encadenan el simbolismo ascendente (“nave”, “vela” y “estrella”), y la rima cruzada de los dos primeros versos (“graciosa y hermosa”, “bella y donzella”), es la técnica paralelística la que esclarece el motivo del poema, la armonía social, y el apego de Gil Vicente a lo popular. Por su parte, Blas de Otero mantiene algunos elementos constructivos de la poesía tradicional, como la declaración seguida de exhortación o pregunta (“Digas tú…”), el paralelismo y el vocabulario sencillo, pero sustituye “donzella” por “palomba” en el estribillo; cambia el adjetivo “bella”, con el que finaliza cada estrofa de la cantiga vicentina, por “paz no mar”, “paz no ar” y “no riñades”; y modifica parcialmente los destinatarios (“el marinero”, “el avionero” y “meu menino”). ¿A qué obedecen estos cambios? Si tenemos en cuenta que, al escribir Que trata de España, Otero se encuentra preocupado por la falta de libertad, debido a la censura, se entiende la presencia de la “palomba” que centra el poema, símbolo de inocencia; la reiteración de la forma apelativa (“no riñades”), que expresa el deseo de armonía; la analogía entre “el mar” y “el aire”, símbolos de metamorfosis y libertad, que ocupan posiciones equivalentes al final de cada estrofa; y la sustitución del “pastorzico” por “meu menino”, ambos llenos de afectividad, aunque más personal el segundo, según indica el posesivo. La identificación de Otero con el espíritu y la letra de la cantiga vicentina, que incluso llega a mezclar términos en castellano y en portugués, demuestra no sólo que la separación entre lo popular y lo culto es difícil de establecer, porque son diferencias que la tradición supera e integra con el tiempo, sino también que el sentido de ambos poemas, el escrito por Gil Vicente y el re-escrito por Blas de Otero, se apoyan sobre el principio de la unidad en la variación, rasgo básico de la lírica medieval, ya que, gracias a la asimilación del estilo formulario, la palabra poética es capaz de mediar entre el individuo y la colectividad. Como esa paloma que vuela libre en el aire (“paz no ar”), también la palabra debe mantenerse ligera, desprovista de cualquier intencionalidad, pues solo así se convertirá en canto solidario.

En las “Notas” que, a modo de epílogo, escribió para la edición de Lápidas (1987), afirma Antonio Gamoneda: “Reescribir es un hecho que me reservo indefinidamente”. De acuerdo con esta declaración, la práctica de la re-escritura, relacionada íntimamente con la re-lectura y la intertextualidad, se convierte en un movimiento creador desde el poema original hasta su nueva versión. Al volver sobre sus poemas, al re-escribirlos, Gamoneda, en la mayor parte de los casos, los acorta notablemente, reduciéndolos a simples fragmentos, que desde sí mismos tratan de decir la totalidad. Un buen ejemplo de ello es el poema que Gamoneda escribió con motivo del cincuentenario de la muerte de Vallejo en 1988, lleno de intensidad y dramatismo, y que aparece ligeramente retocado en la tercera sección del Libro del frío (1992). Doy, como siempre, las dos versiones:

De modo general, la re-escritura es un proceso que tiende hacia una mayor sobriedad de la expresión, pero en esta simplificación hay que tener en cuenta tres momentos relacionados entre sí: lo que se conserva, lo que se suprime y lo que se presenta como nuevo. En cuanto al primero, se mantiene en ambos poemas un mismo lenguaje apelativo, visible sobre todo en el uso del imperativo (“Sal”, “Dame”), que indica una experiencia compartida, y en las imágenes simbólicas del lienzo (“Sábana negra en la misericordia”), que funde lo blanco y lo negro, la vida y la muerte, en la construcción paradójica, y de la nieve (“Dame la mano para entrar en la nieve”), reveladora de la unión entre la muerte y el lenguaje. Respecto al segundo, se prescinde de la aclaración del paréntesis (“Mi madre está en el corazón de César Vallejo”), que alude al sentimiento de orfandad, y se suprime la tercera estrofa, aunque no del todo, pues reitera elementos que tienen que ver con la violencia transgresora (“ira”, “infección”, “estruendo”). En cuanto al tercero, es preciso detenerse en dos leves variaciones significativas: la de “Sábana negra en la sustancia humana” por “Sábana negra en la sustancia enferma”, donde el nuevo adjetivo subraya la experiencia del dolor, y la de “ata mis huesos a los huesos de César” por “ata mis huesos a tus huesos humanos”, donde la sustitución del nombre del poeta peruano por la fisiología de los huesos da a la expresión una dimensión universal. A ello hay que añadir un verso de nueva creación (“No mueras más en mí, sal de mi lengua”), en el que se pone de manifiesto la muerte como fundamento de la vida y la posibilidad de acceder, por medio del lenguaje, a un mundo mejor. En todo caso, lo que conmueve a estos dos espíritus afines es el triunfo de la vida sobre la muerte, el milagro de la resurrección.

Una de las aspiraciones de la escritura poética consiste en desbordar la lógica del lenguaje para darnos a entender lo que está más allá de él. Tal vez por eso, dentro de algunas aportaciones críticas del siglo XX, como el estructuralismo y la teoría de la deconstrucción, marcadas, en gran medida, por su idolatría del texto, lo que se echa de menos es la conversión de la vivencia en expresión. Y precisamente lo que implica el ejercicio de la re-escritura es considerar a la poesía como un modo de participar en la realidad misma y al poema como estructura abierta, como posibilidad de recuperar la unidad perdida. De esta resonancia de fondo, en la que se forma el re-escribir, han hablado algunos de nuestros más ilustres poetas y críticos, como Octavio Paz, al hacer de la re-escritura “el punto de convergencia” de un presente renovado (“La poesía que comienza ahora, sin comenzar, busca la intersección de los tiempos, el punto de convergencia. Dice que entre el pasado abigarrado y el futuro deshabitado, la poesía es el presente”, escribe en La otra voz), como el poeta sirio Adonis, que hace de la metamorfosis el germen del acto creador (“Tal vez esta metamorfosis, en cuanto a la manera de ver el mundo y la relación de una cosa con otra, entre lo visible y lo no visible, es el fundamento sobre el que está construida la metamorfosis en el terreno de la expresión poética del mundo”, nos dice en su ensayo “Hacia una estética de metamorfosis”). Desde este punto de vista, podemos decir que la práctica de la re-escritura, al revelar lo desconocido como algo que ocurre de nuevo, hace visible el misterio de las cosas, intensificando la realidad que hay en ellas y disponiéndolas para un nuevo alumbramiento.