Extensión de la mentira
Decía Jonathan Swift, el satírico irlandés autor de Los viajes de Gulliver, que la política es el arte de mentir. Durante el reciente debate en las elecciones presidenciales en EE.UU. entre Kamala Harris y Donald Trump, los presentadores se vieron obligados a intervenir en varias ocasiones para desmentir las falsas declaraciones catastrofistas del expresidente. Una de ellas, que cierto gobernador consideraba legal quitarles la vida a los neonatos, era totalmente descabellada. Su afirmación de que en Springfield, la ciudad de los Simpson, los inmigrantes haitianos se comían los perros y los gatos del vecindario resultó ser otro disparate digno de esa serie de dibujos animados. Y, como era de esperar, no se apeó del burro respecto al supuesto fraude en las elecciones anteriores. Al final los comentaristas habían contabilizado treinta mentiras en el discurso de Trump y una en el de Harris. Si por mentiras fuese, Trump hubiera ganado abrumadoramente. Si fuese una cuestión de veracidad, entonces habría perdido por el mismo margen. Lamentablemente, se trata de una estrategia demagógica. Y por eso los populistas como Trump no tienen el menor reparo a la hora de mentir descaradamente, pues lo que cuenta no es la verdad de los hechos sino el lema maquiavélico de que en los pulsos de poder el fin justifica los medios.
La mentira no es sólo un fenómeno habitual en los pronunciamientos de megalómanos como Trump, sino que se encuentra esparcida más cruda o sutilmente por doquier. No sólo es un instrumento de manipulación colectiva, amplificado exponencialmente por las redes sociales, sino que representa una problemática central de nuestra propia identidad y psicología. Trump, por ejemplo, después de su clara derrota ante Harris en el debate televisivo, en su intachable narcisismo insiste en declararse el ganador. En esto se parece a nuestro ingenioso hidalgo el Caballero de la Triste Figura, que a sus quinientos años de edad se empeña en que los magos negros transformaron a los gigantes en molinos de viento para privarle de la victoria en tan singular hazaña. O sea que el autoengaño tiene una larga historia (recuérdese, para ir un poco más lejos, la fábula de Esopo del zorro y las uvas) y que su ubicuidad actual es un síntoma incontrovertible de una pandemia de deshidratación cerebral.