Tejidos

Imposición y exposición

Vivimos en una época de quiebra de valores, de resignación a la pérdida del sentido, cuando debería ser de renacimiento, de restauración de la palabra inicial, que mantiene palpitante la apertura. Y una de las experiencias que más ha contribuido a desposeer a la palabra de su impulso creador, ha sido la constante totalitaria del lenguaje ideológico, que responde a una arbitrariedad del poder y en el que la representación ha venido a suplantar a la creación. No hay que olvidar que el mensaje ideológico actúa sobre la realidad, etiquetándola y clasificándola, y lo que hace la palabra poética es desenmascarar todo aquello que inmoviliza al lenguaje, revelar lo que la ideología oculta (“Las obras de arte son exclusivamente grandes por el hecho de que dejan hablar a lo que oculta la ideología. Lo quieran o no, su consecuencia, su éxito como tales obras de arte, las lleva más allá de la conciencia falsa”, escribe Adorno en su “Discurso sobre lírica y sociedad”, recogido en Notas sobre literatura). Y dado que el reconocimiento de lo encubierto nos lleva a la indeterminación de los orígenes, a la que remite el aliento creador de la operación poética, 

Lo que hace el lenguaje poético, que participa siempre del juego simultáneo entre lo que oculta y lo que manifiesta, es dar cuenta de la opresión e inaugurar la liberación, pues la palabra creadora exige el descondicionamiento del lenguaje (“Un mot prévu est un mot défunt”, ha señalado E.M.Cioran). Lo cual quiere decir que la disponibilidad de esta palabra, no condicionada por contenidos previstos, que guarda una estrecha analogía con el estado de no identidad, propio del poeta, del que habló Keats en una conocida carta a Richard Woodhouse, va en contra de cualquier forma de imposición, que funciona como constante represiva de los sistemas totalitarios. Al lenguaje congelado de la ideología, que se caracteriza por una superestructura lingüísticamente inflacionada, corresponde la transformación operada por la inversión irónica, que tiene por objeto revelar lo esencial bajo lo aparente, descubrir la manipulación y el engaño. El lenguaje irónico, con su proceso autocorrectivo, le sirve al escritor para expresar su esperanza de libertad frente a la homogeneidad del pensamiento y el lenguaje (“es que incluso en los tiempos más oscuros tenemos el derecho de esperar cierta iluminación”, señala Hannah Arendt en su “Prefacio” a Hombres en tiempos de oscuridad), pues para liberarse de la “trivialidad incomprensible”, que según Heidegger se ha instalado en el ámbito público, la palabra debe liberarse de lo impuesto y recuperar su naturaleza originaria, iluminando lo oscuro y manteniéndose firme en su “desolada contingencia”, resistente en su precariedad.

La ruptura de la tradición, que comienza a darse en Europa después de la primera guerra mundial, constituye un borrón y cuenta nueva, un punto de no retorno, una apuesta subversiva por la palabra creadora, que rechaza los límites impuestos y habla sin ser instrumentalizada por nada ni por nadie. A diferencia del lenguaje impositivo, que se halla condicionado por lo más próximo y concreto, la exposición responde a un estado de recepción, donde la palabra se palpa y se escucha. De esa atmósfera respiratoria, que no obedece a ninguna norma reconocible, deriva un lenguaje in statu nascendi, que se va articulado en el fondo de lo no visible y cuyo principal atractivo radica en su capacidad de dejarse mostrar, pues como ha señalado Novalis en uno de sus Fragmentos, “poeta no es el que habla con el lenguaje, sino el que deja que el lenguaje hable en él”, Esta actitud paciente, receptiva, tiene que ver, además, con la ley poética de la no interferencia, según la cual, “la desaparición elocutoria del sujeto poético”, acentuada desde Mallarmé, hace que los elementos germinales se produzcan por sí mismos y la palabra adquiera un carácter virtual, utópico y posible, pues no hay utopía que no pueda realizarse. Tal vez por eso, la poesía prescinde de lo impuesto y se expone a lo desconocido (“La poesía no se impone, se expone”, escribe Celan en una carta del 26 de marzo de 1969), lo cual supone no ir al poema con una teoría previa, que con frecuencia condiciona su interpretación, sino abrirnos a lo que el poema quiera decirnos. Ciertamente, el poema no es un maniquí al que colguemos un traje, sino un objeto enigmático que impone su condición y su ley. Esta exposición al poema como objeto irradiante, como centro unificador que reúne lo disperso, supone un acto re revelación progresiva, pues sólo en cuanto el poeta baja al fondo de la experiencia, en cuanto la toca, ésta llega a revelarse. Mientras la imposición discurre por los límites previstos, la exposición participa de infinitas metamorfosis, gracias a las cuales la palabra reconoce su sentido perdido y se convierte en algo universal. En la mayoría de los casos, la imposición responde al “control de la ortodoxia”, cuya intolerancia no hace más que seguir los cánones de lo establecido, mientras que la exposición tiene el don de la ligereza, “la gravità senza peso”, a la que aspira toda escritura poética, cuya naturaleza no está en su conclusión, sino en su recorrido trascendente, en la inminencia de una palabra abierta que tiende a alcanzar lo infinito.