Tejidos

El juego literario: alusión, elusión, elision e Ilusión

Armando_López_Castro

El juego nos hace salir de lo habitual y nos pone en contacto con lo insólito, de ahí que la actividad lúdica vaya unida a la creativa, pues toda creación participa de un cambio o transfiguración de lo real, que, en el ámbito estético, exige la invención de un lenguaje, cuya versatilidad nos permite ir de un estado a otro y decir simultáneamente todo. Y si escribir es transgredir los límites en que uno está, el lenguaje permite liberarnos del dominio de la representación y abrirnos a la experiencia de lo que no hay. Tal vez debido a su fuerza oscura, a su callado murmullo, el lenguaje no deja irrumpir como intermediario entre la lectura y la escritura, anulando la distancia y suspendiendo los códigos, de modo que este dejar hablar a la palabra, en el territorio incierto y vacilante de la escritura, la convierte en un juego lleno de posibilidades, en cifra de la cultura (“La poesía, en su función original como factor de la cultura primitiva, nace en el juego y como juego”, señala Johan Huizinga en Homo ludens). Bastarían los ejemplos del haiku, que en un principio fue un juego de rimas encadenadas, donde uno comenzaba y otro proseguía, o los débats franceses del siglo XV, hechos de preguntas y respuestas, para darnos cuenta de que el poetizar con sentido oculto, el llamado trobar clus, corresponde a una prueba por la que tiene que pasar el amante y cuya superación o desciframiento constituye un esfuerzo destacado, la distinción de un mérito especial.

La lectura es un aprendizaje que permite un viaje imaginario a través de la palabra creadora. El que lee sabe que tiene que esperar, no sólo para ir más allá de lo conocido, sino también para llegar a ser otro distinto del que se es. Al leer, todo se llena del juego de la vida, que se va abriendo paso en lo escrito y se deja acompañar por los recursos expresivos del lenguaje, que abren posibilidades de interpretación. Dentro del amplio campo semántico del juego, hay cuatro términos relacionados entre sí, destinados a reactivar la memoria, que en el fondo es la gran lectora y la gran escritora, y que se potencian mutuamente para decir lo que no se dijo. Estos términos, análogos fónicamente, pero diversos semánticamente, son: la alusión, la elusión, la elisión y la ilusión. Todos ellos pertenecen a la misma raíz latina de ludus, que reclama el movimiento como modo de vida, como forma de interpretar el mundo, pues el juego, al participar del ver y del escuchar, va unido al ritmo de la respiración. La alusión tiene que ver con lo que la antigua retórica llama perífrasis, giro o rodeo para nombrar a una realidad por medio de otra que tiene relación con ella, por eso la alusión tiene como base la asociación de las palabras, la analogía de significados, cuyas correspondencias, sujetas a la misma ley universal, tienen un valor objetivo. De los diferentes tipos de alusión, la definitoria, la gramatical, la eufemística y la literaria, tal vez sea esta última la que mejor concibe lo diverso como totalidad. Cuando Góngora, el gran maestro de la alusión, nos hace pasar de las alusiones simbólicas al plano de la realidad más inmediata, como ocurre al final del soneto “Mientras por competir con tu cabello”, cuyo efecto nace del contraste entre la belleza de la juventud y la eternidad de la nada (“no sólo en plata o vïola trocada / se vuelva, mas tú y ello juntamente / en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”), el lector siente la alusión como enigma verbal. La progresión hacia la nada se convierte así no sólo en eje del soneto, ligado a un angustioso sentimiento del tiempo, sino también en un espacio vacío dentro de la escritura, que permite hacer visible lo no visible, en principio de toda creación.

La acción de eludir guarda relación con el deseo de esquivar una dificultad por medio de algún artificio. La elusión tiene que ver con el escamoteo, con la máscara o el disfraz, que encierran una realidad oculta (“Toda máscara revela siempre”, escribe Nietzsche en Más allá del bien y del mal). Y el que se oculta tras la máscara no desaparece, sino que se esconde para revelar su propia realidad. De acuerdo con ello, la máscara se empareja con la ambigüedad de la tragedia, donde se vuelve simultáneo lo que es todavía sucesivo. Así pues, es propio de la elusión el presentarse como equívoco, cuya ambivalencia no puede fijarse ni agotarse. Al jugar con la incertidumbre, con la expresión de doble sentido, la elusión trata de conciliar los dos planos, lo ausente y lo presente, que constituyen los dos aspectos, opuestos pero complementarios, de una misma realidad. Un ejemplo en el teatro griego sería el dios enmascarado Dioniso, cuya venida trae a unos la dicha y a otros la destrucción. Por lo tanto, la máscara llevada por el dios encarna la figura de lo Otro y es portadora de sugerencia, pues para ver al dios, disimulado y revelado por la máscara, es necesario expresar la ausencia en la presencia, participar de un juego imprevisible, donde lo elidido o no dicho se hace realidad en lo incondicionado de la expresión.

La escritura es un tejido de huellas que señalan la desaparición de lo indeterminado en el suspenso del intervalo, de manera que lo que se suprime no hace más que afirmar el deseo de un centro ausente, que reúne lo disperso y al que van a dar los distintos núcleos o energías unificantes como los fragmentos a su imán. La omisión propia de la elipsis tiende a privilegiar la presencia ausente de lo que se borra, que es una forma de sustraerse a la repetición. Lo que se elide o suprime está ahí, en el ahora de la escritura, como la sombra del origen, dejando un vacío que debe ser llenado. Así lo vemos en el soneto 20 de las Rimas de Lope, donde la unidad del terceto final (“¿De qué sirve estimarse y preferirse, / buscar memoria habiendo de olvidarse, / y edificar, habiendo de partirse?”), cuya elisión del verbo en la interrogación retórica (“¿De qué sirve”?), la estructura paralelística y la impersonalidad de los infinitivos sintetizan el tema del soneto: lo inútil de toda ambición, debido a la fugacidad de nuestra existencia. La reserva de la elipsis, su totalidad de suspensión, vuelve a trazar la ausencia del origen, a acoger, en el espacio vacío de la desaparición, la huella invisible de lo que falta.

En la creación literaria, todos los sentimientos expresados son ficticios, pues si fueran reales no serían literarios. La ilusión, al suspender toda coherencia lógica, tiende a salvar la distancia entre lo real y lo ideal, cultivando la verdad del engaño y haciendo que lo increíble resulte creíble (“El poeta más verdadero es el más fingidor”, dice Shakespeare). Esto hace que, de todos estos recursos expresivos, relacionados entre sí, tal vez sea el de la ilusión el que guarda una mayor correspondencia con el sentido ficticio de la fábula, cuyo misterio discurre entre la belleza y el miedo, espacio donde se olvidan los límites y todo está abierto a lo imposible. El territorio intermedio de la fábula, que oscila entre la prueba y la liberación, hace que la transformación de lo ficticio supere la ley de la necesidad y que la imaginación, directamente ligada a lo real, se muestre como el único camino de lo inexpresable. En su juego con la realidad, la ilusión, al convertir lo claro en enigmático, no sólo mantiene la continuidad de lo real, sino que, además, guarda viva la alteridad de las formas. Si lo propio de la elusión es sugerir con lo que suprime, la ilusión nos seduce con la apariencia de su desnudez, pues para recuperar la unidad irreductible de lo real hay que suprimir la acumulación de realidad y de lenguaje. 

Una de las reglas básicas del pensamiento es devolver el mundo tal como nos ha sido dado. De ahí que, al vivir bajo la forma de una ausencia, todos estos recursos, que se forman y participan de la virtualidad del juego, dejen la realidad en suspenso y actúen, en cierto modo, como fragmentos de una totalidad a la que pertenecen y que es necesario restaurar. Desde la literatura sapiencial, casi siempre elíptica, hasta Textos para nada de Beckett, rodeados de silencio, pasando por la exaltación romántica de lo sublime, los recursos analizados tienden precisamente a una palabra sin retórica, que acoge lo ausente y no se siente perturbada por ese mínimo de invención que necesita para decir lo que tiene que expresar. Ese juego ilusorio entre realidad y ficción, clave de toda experiencia artística, es el que nos ayuda a encontrar un lenguaje, a intentar llegar hasta el fondo de lo invisible.