Cápsulas viajeras

Kioto – Ciudad de flores

Al llegar a Kioto retrocedí en el tiempo. El río Kamo atraviesa a la ciudad de norte a sur. Me hospedé en el área hanamachi, literalmente ciudad de flores, o barrio de las geishas. Por las tardes solía darme un paseo por la zona del riachuelo de Shirakawa, entre sauces y ciruelos recobraba la tranquilidad y sentía quietud. Por los alrededores podía ver las placas de madera caligrafiadas con el nombre de las (okiayas) casas de geishas que allí viven. Salían a trabajar las maikos, aprendices de geisha, a las casas de té (ochaya), con sus bellísimos moños en el pelo, los Kimonos floridos de manga larga caída, el obi, o faja ancha, colgado a la espalda casi hasta el suelo, sujeto por un cordón, y su calzado de sandalias gruesas y elevadas. Me era imposible no mirarlas con descaro, con ese maquillaje en polvo blanco llamado oshiroi. A diferencia de las geishas que visten diseños más elegantes de corte sencillo y discreto, más corto el obi y de suela baja su calzado, las maiko son jóvenes chicas que estudian, se forman e instruyen en las escuelas para llegar a convertirse en geishas. El nombre de geisha procede del fonema “guei”, que significa arte, y “sha”, que se refiere a persona; es decir, una persona que practica el arte. Son mujeres educadas en las artes tradicionales, como baile, canto tradicional, cultura general, destreza en el diálogo o la ceremonia del té. En todo caso, en la misma esquina de la calle Shijo-dori y Hanamikoji-dori, en el corazón del distrito Gion Kobu, con más de trescientos años, se encuentra la histórica ochaya “Ichiriki chaya”, la casa del té; de la cual no pude ver nada del interior, pues permanecía con las ventanas todas cubiertas y sus paredes aisladas, con refuerzo de placas exteriores de bambú, parecía que estuviera cerrada al público. Su exclusividad la hacía inaccesible para cualquier turista; había que tener un fuerte vínculo con la casa para gozar del derecho, o privilegio, de ser invitado a alguna reunión. Y es que los interiores de esos muros de madera están diseñados para proteger la privacidad, porque es en sus jardines y salas de té donde se entretiene al más alto poder y permanecen bien guardados los secretos. Debe su fama a la leyenda nacional japonesa de Chushingura, que relaciona a la casa con el incidente de Ako, evento histórico del siglo XVIII que involucra a Los Cuarenta y Siete Ronin, tras la misión de vengar a su maestro Asano Naganori. Lo que ejemplifica el código de honor Samurái, el bushido, entregando sus vidas en lealtad, y ejecutados como guerreros honorables mediante la ceremonia del Seppuku. 

Kioto – Ciudad de flores

Más tarde, estaba entrando en una tienda de dulces japoneses que a mí me parecían auténticas obras de arte, mis ojos veían toda aquella repostería adornada, con motivos de la naturaleza como plantas, frutas y animales. Me daba pena colocarme ante la ventana de cristal y señalar con el dedo una de aquellas cajitas donde lucían los pasteles cremosos que era una flor abierta con estambres y pétalos. Los saboreaba con los ojos. Cada trozo de pastel exclusivo y único, hecho por su maestro pastelero. 

Sobre las nueve de la noche tenía la costumbre de salir a cenar o a tomar algo por la estrecha calle peatonal de pontocho, entre shijo y sanjo, que no distaban entre sí más de seiscientos metros de largo, corriendo paralelo al río. En el exterior, al aire libre las terrazas de los restaurantes se disponían sobre una estructura de pilares de madera con vistas al río donde la gente se relajaba bebiendo té o se sentaba a conversar en una cena saludable. Al margen del caudal, en el césped bajo, con la tenue luz de los faroles, donde tomaban asiento las parejas de enamorados y adolescentes, era difícil no sentir el latido del corazón de una ciudad que más que romántica envolvía un aire místico, sofisticado y cargado de tradición; caminaba uno entre prados y jardines, rodeado de silencio, bajo los cerezos en flor, de forma serena y contemplativa. No había nada más conmovedor que ver a las maikos y geishas, acicaladas con sus elegantes kimonos, de camino al trabajo; algún espectáculo reservado de danza o banquete en la noche. Todo organizado para que sus clientes gozaran escuchando música de shamisen, el instrumento largo y fino, de tres cuerdas, que tocan las geishas. Así mismo, su actitud reservada hacía que fuera difícil acercarme a conversar con ellas, es comprensible en un país donde la cultura del respeto hacia el otro es indudable. Huidizas en su mirada, se tapaban la cara con el abanico o paraguas de papel aceite para no ser fotografiadas, y una hilera de lámparas colgantes, de papel de arroz, rojas y blancas, de globo o campana, con letras japonesas, daban a la calle una iluminación íntima. Daba lo mismo si llovía o no, la luz entraba difuminada en el callejón, haciendo de aquel rincón un ambiente relajado. 

Kioto – Ciudad de flores

Me acercaba a la entrada de los restaurantes con cierta timidez. Aparentemente no había nadie, con poca luz adentro, y ese aspecto comedido, pero al entrar encontraba varios clientes, entre ellos extranjeros. Todo estaba organizado al mínimo detalle, cada figura u objeto, el pasillo, los muebles, y las ventanas brillaban sin una sola mancha de polvo, y los paneles y puertas correderas de papel japonés Shoji, traslucidas con un marco de madera funcionaban como divisor de espacios. Era exhaustiva la limpieza para mantener un buen equilibrio y una buena energía en el ambiente. Era el arte japonés de la perfección, la belleza y el deber. El término enso, palabra japonesa que significa círculo, y que está fuertemente relacionada con el zen, impregnaba cada cosa, rincón y lugar en la cultura nipona, cuidar todo lo que compartimos, y representar la luz, la fuerza, la elegancia, el universo en sí. 

En una ocasión, pedí la carta y vi que tenían la famosa carne de Wagyu, de la denominación de origen Kobe; me lo pensé primero por el alto precio, pero después me animé a pedir una pieza de trescientos gramos con una botella de vino. Me trajeron un poco de guarnición con varios tipos de salsa y me entregaron un corte que era un cubo perfecto, con unas vetas de grasa intramuscular o marmoleado que nunca había visto. Lo más curioso fue que pusieron al lado un pequeño reloj de arena de madera, que hacía de temporizador para medir el tiempo exacto de término de la carne. El camarero untó un poco de grasa en mi parrilla de carbón, y la fue cocinando poco a poco, girando cada lado del cuadrado con atención, a la vez que iba observando cómo caían los granos de arena, así, una y otra vez, dándole la vuelta al reloj, hasta completar sus seis caras planas e iguales. La carne se deshacía en la boca, pero estaba tan rica que no me dio ni para un diente. Todavía recuerdo su textura tierna, jugosa y muy blanda. Fue una experiencia que me valió por tres, pero que bien había merecido la pena. 

Kioto

En una ciudad como Kioto, donde hay más de mil santuarios sintoístas y templos budistas repartidos por toda la ciudad, uno puede acercarse a cualquiera de estos para conocer mejor sus tradiciones. De entre todos, en las faldas del monte Otowa, visité uno con más de 1200 años de antigüedad; el templo de Kiyomizu-dera, en japonés, templo del agua pura. Iba observando los diferentes recintos sagrados hasta que llamó mi atención una pagoda de color naranja de tres pisos, ubicada en la sala del edificio principal; hecha en madera y sostenida por altos pilares, llamada Hondo. Desde ahí tuve el gusto de asomarme, por su terraza voladiza, para ver las colinas boscosas de Kioto. Debajo había una cascada que dejaba caer el agua de la montaña, a través de uno canales, hasta un estanque. Por la tradición de tener propiedades terapéuticas y dar buena suerte esperé mi turno para beber el agua de los tres caños; salud, amor y éxito académico fue lo que me llevé al tomarla.  

La cultura japonesa es una mezcla entre lo moderno y lo tradicional. En Kioto, o bien paseaba por jardines, templos y casas bajas, o lo hacía entre rascacielos y calles comerciales como Teramachi y Shinkyogoku. Todo era eterno en la ciudad de las flores.