Tinta en la torre

Una Nueva oportunidad para Graham

A Graham Greene le gustaba aceptar misiones difíciles. Las asumía con paciencia, mucha valentía y una buena dosis de tranquilidad. ¿Qué más se podía esperar de un hombre que había jugado a la ruleta rusa cuando adolescente, que cubría guerras desde los 20 años y trabajaba en labores de espionaje para el servicio secreto inglés desde los 18? Amigo de Omar Torrijos Herrera, el militar panameño que se empeñó en la creación de un socialismo con sello tropical y gobernó el istmo durante 13 años, este escritor de aspecto retraído en cuyos retratos siempre se muestra esquivo a la cámara, disfrutaba explorando la realidad vibrante de América Latina. Gracias a su cercanía con el general Torrijos, tuvo la suerte y el privilegio de ser testigo de excepción de las negociaciones que lograron, durante el gobierno de Jimmy Carter en los Estados Unidos, la recuperación del canal interoceánico que los gringos usufructuaban desde 1914.

Bien fuera en Argelia o Cuba, luego en Niza o Vietnam, este viajero incansable, cambiaba de lugar de trabajo para contagiarse del paraje que se proponía relatar. Por eso quizás gozó en vida de un prestigio internacional pocas veces logrado por un escritor de nuestro tiempo. Sus libros se publicaban por millares y se leían con fascinación por la agilidad de su prosa y los territorios insólitos en los que solía ubicar sus ficciones. En El Capitán y el enemigo, la lucha sandinista de los rebeldes nicaragüenses se revive en episodios en los que afloran las traiciones y las peripecias de los involucrados en las aventuras libertarias. En El Poder y la Gloria, un sacerdote cercado por delatores y enemigos, huye enfrentando los debates morales de una fe ciega que profesa sin vacilaciones y unas tentaciones que lo asedian. En Nuestro hombre en la Habana, un espía amargado y abandonado por su esposa, llega a la isla guiado por el pragmatismo y con fundados cuestionamientos a su gobierno y a la institución para la que trabaja. Como estos tres ejemplos, todas sus novelas se leen con avidez por sus envolventes tramas e historias adictivas.

Gabriel García Márquez, que siempre reclamó el premio Nobel para él, lo leía para aprender a componer escenas de calor y ambientes saturados de ron, salitre y tabaco. Por su parte, Mario Vargas Llosa, estilista literario consumado y lector exigente, siempre creyó que sus novelas estaban por debajo de su talento y escribía sin ambición y desprovisto de desmesura creativa. Graham Greene, descreído de los premios y los homenajes, nunca pretendió la consagración porque se reconocía como un novelista para mayorías que solo buscaban un relato entretenido. Mi amigo Ricardo Arango, fundador y director del prestigioso sello Arango Editores, publicó un par de sus novelas en 1988, cuando Graham Greene era todavía una celebridad mundial y sus obras encabezaban los listados de bestsellers en diferentes lenguas. En este 2024, que se cumplen 120 años del nacimiento de este prolífico escritor inglés, las editoriales que guardan sus derechos en habla hispana deberían reeditarlo y traerlo de vuelta a sus catálogos.

Siempre estoy buscando libros de Graham Greene. Como lector le profeso una inmensa gratitud. Gracias a sus novelas he visitado Indochina y África, México y Estambul, y más que técnicas literarias, en sus ficciones he encontrado el infinito placer de conocer las complejidades de la vida. Son libros a los que vuelvo para escapar del tedio y conocer por instantes el ritmo febril de la aventura.