Candela

Odiadores

Debo reconocer que, aun intentándolo y haciendo esfuerzos, me cuesta entenderlo.

Trato, incluso, de aplicarme aquello de «nada de lo humano me es ajeno», ¡ni por esas! Y, en consecuencia, no puedo dejar de condolerme cuando a diario constato que es España, mi patria, donde nací, un país de odiadores.

 Y no es agradable observar cómo este pernicioso fenómeno es algo que está creciendo desmesuradamente alentado por actuales políticos. Precisamente por aquellos que hemos puesto ahí, con nuestros impuestos y votos, para gestionar la cosa pública. ¿Y qué más público, en principio, que procurar armonía, sosiego y paz entre los ciudadanos? ¡Pues no! Lamentablemente no solo no es así, sino que se esfuerzan con ahínco en lo contrario.

Hubo en España, no hace tanto, una transición política que fue considerada modélica. Con tiento se basculó, desde un sistema dictatorial —y lo digo así, claro, no me ando con el eufemismo de «autoritario»— a un modelo occidental y de libertades. Y en ese impulso de avance y reconciliación participaron todos los partidos y de todos los colores: desde el PCE de Santiago Carrillo, Pasionaria, Marcelino Camacho o la ultra izquierda prosovietica de Ignacio Gallego, hasta la derecha histórica y franquista representada por la Alianza Popular de Manuel Fraga, con gentes que iban desde Carlos Pinilla, Girón de Velasco, Herrero de Miñón, Fernández de la Mora, hasta neofalangistas como Adolfo Suarez. Y, aunque pueda parecer ocioso, creo oportuno recordar que fueron aquellas Cortes franquistas las que, con visión de Estado y alto patriotismo, se autodisolvieron para dar paso a otras fórmulas democráticas e integradoras por las que debía transcurrir el devenir de la nueva España.

Y con aquel gesto, proporcional a otros también de los adversarios políticos, unos y otros arrumbaron los recelos y odios cainitas arrastrados tras una malhadada guerra civil plagada de excesos y barbarie desde ambos bandos. Se le llamó «Transición», con mayúscula. Y su espíritu quedó recogido en el cuadro de Juan Genovés El abrazo, una obra que, si bien se hizo desde una idea política concreta, con el devenir del tiempo ha pasado a integrar el patrimonio sociológico y político de todos los españoles.

Con esa idea de generosidad, superación, avance, progreso y solidaridad hemos ido transitando en esta plural España hasta que, en los últimos tiempos, como un tornado y de forma totalmente interesada, ha eclosionado un discurso perverso y, a su lado, la figura de los odiadores.

¿Quiénes son?

Pues personas que, sin que yo sea capaz de descifrar la causa, sienten un odio cerval por España. Unas personas que no han superado traumas del pasado —aunque curiosamente por edad y realidad social siquiera los vivieron—, pero que han optado por desempolvar mezquindades, facturas pendientes, excesos acaecidos, visiones sesgadas, traumas psicológicos e invocaciones a injusticias pasadas para, haciendo un «totum revolutum» con esa amalgama de hechos, pensamientos e ideología, inventar una especie de «ideario del odio» —«relato» le dicen ahora— donde en primer lugar situarán, en esa especie de «pim, pam, pum» al que disparar y derribar, a España, a sus instituciones y, ¡cómo no!, a la Monarquía.

¡Que si España nos roba!, ¡que la liberación del pueblo vasco!, ¡que el legítimo derecho de no sé qué autodeterminación!, ¡el manoseo interesado y mendaz de la denominada memoria histórica!  —miren que no ha habido tiempo de sacar a muertos de las fosas…—, ¡que si Franco hizo o dejó de hacer!, ¡que si Cuelgamuros, la Guardia Civil y ahora, hasta los toros!

Y, en una especie de desatada histeria de colectivos marxistas, comunistas, separatistas, anarquistas, trotskistas, feministas de nuevo cuño —no las «falcones» y compañía—, filoetarras, etarras condenados, amigos de Palestina, enemigos de Israel, pro Fidel Castro, bolivarianos, amigos de la marihuana, pro-FARC, maoístas y hasta amigos de Putin —alias Polonio—, el resultado final es que se ha formado una «Internacional de odiadores a España» que están armando una matraca insoportable y que han despertado, de nuevo, el mito indeseado de las dos España. ¡Y lo han conseguido!

Han sacado de su chistera planteamientos tan absurdos como generalizar el término de «malvados» a españoles trabajadores o pensionistas que, con los ahorros de toda una vida, se han podido comprar un piso; a partir de ahí, si lo alquilan para complementar su exigua pensión, son fachas, tenedores o especuladores, mientras que los okupas serán los buenos de la película. O, donde el empresario que genera trabajo y riqueza, por el simple hecho de serlo, es un malvado explotador al que hay que derribar como sea. Al pequeño autónomo de la «tiendina», pues lo mismo. Figuras como la ayuda social, el bono y «la paguita» deben generalizarse y entregarse sin ton ni son. Y no digamos nada de Amancio Ortega o Juan Roig, a pesar de que ambos den trabajo a casi trescientas mil personas y con respeto escrupuloso a la ley.

Es decir, han rescatado del averno —donde bien enterrado estaba—, el viejo planteamiento marxista de la lucha de clases. ¿Y esto es lo que queremos para la España que supo huir de maximalismos y extremismos?

Y al socaire de estos vientos desbocados han eclosionado diversos grupos: vascos supremacistas, catalanes rupturistas, los que recogen las nueces, partidos izquierdistas que se apuntarán a lo que haga falta con tal de ciscarse en alguna institución española y, ya de paso, aliarse con Maduros, Putines, Castros, Obradores, talibanes barbudos heteropatriarcales, los del pañuelo palestino o quien haga falta, si con ello se debilita a España, su país.

¿Pero es que no son conscientes que España son también ellos, sus familias, hijos, compañeros, vecinos y resto de ciudadanos?

Y ya para terminar, pero concluyente, sirva como colofón recordar a uno que llegó aquí, a combatir la casta —aunque pronto se integró gustoso en ella—, que narraba por televisión, con arrobo, cuánta emoción le provocaba ver a unos jóvenes vascos patear a un policía.

¡Odiadores sin causa! o, como diría Mourinho, ¿por qué, por qué, por qué…?