Tinta en la torre

¿Por qué leer el periódico?

Crecí viendo en ese ritual de la mañana la conexión más clara con lo que ocurría en el mundo. El olor a tinta fresca y papel de prensa anunciaba la llegada de noticias que rearmaban la agenda de discusión del día anterior. Leer los diarios nacionales equivalía a asomarnos por un orificio de la provincia al firmamento insondable de la tierra. Unos temas morían en la hoguera de los hechos ante la irrupción de un nuevo personaje u acontecimiento. Un golpe de estado en África o la caída de un ministro se insertaba de manera imprevista en la conversación del día. Años más tarde, durante el curso de mi carrera universitaria, conocería que esa alineación de titulares respondía a unos criterios que hacen noticiables ciertos sucesos. Los tiempos corrieron de prisa y la industria del periodismo se transformó. La vigencia de las corrientes de opinión ya no se sostiene en la vida de una hoja impresa. Menos las tendencias informativas y noticiosas. Tan volátiles como la brisa de la tarde. 

Muchos pregonan la muerte del periodismo. Es fácil caer en las nostalgias y las pesadumbres en una era de reinicios. Hoy los diagnósticos de la madrugada se desvanecen con la puesta de sol de la tarde. Si los debates son tan gaseosos y efímeros, también lo serán las impresiones y los argumentos. Una naturaleza diluyente arropa cualquier análisis que se ocupe de eso que llamamos realidad. Si todo marcha tan raudo, ¿Para qué el periodismo? La despensa de mentiras ha mutado a una factoría de relatos falseados que encubren infamias y anulan prestigios con la orden de un chasquido de dedos. Toneladas de infundios – hoy llamada posverdad – circulan y envenenan con el carácter invasivo de una enfermedad venérea el magro cuerpo de las rutinas envilecidas que seguimos como autómatas. Aunque los dividendos escasean en un oficio y un engranaje de pasmosa precariedad, la búsqueda de la verdad es tan imperativa como ayer. No es un despropósito proveer información rigurosa a una sociedad amenazada por todos los flancos por los hechiceros del caos y los estrategas de la manipulación. Por lo mismo, reivindicar el periodismo no es tarea de peregrinos y desavisados. 

Mientras cientos de reporteros indagan en terreno y contrastan las más diversas fuentes, ejércitos silenciosos de vasallos alimentan cloacas digitales para encumbrar a profetas advenedizos. De esta forma escabullen la certidumbre y crean héroes de oropel. Rescatar el periodismo es abogar por el último salvavidas de las democracias modernas. Ya no es el negocio que abultaba los dividendos de los potentados, pero sigue siendo el blindaje de las sociedades frente a los totalitarismos y las autocracias. Sin periodismo no habrá deliberación pública ni ciudadanías críticas. Salvaguardar los principios de un oficio construido sobre los pilares de la independencia, es estimular la reflexión abierta e incluyente de los diversos actores de un país. Es posibilitar decisiones informadas y responsables por parte de lectores con criterio. Todo poder que no se vigila, por razones instintivas, tiende a crecer sin control y volverse opresivo.

La historia nos ha dado abundantes lecciones de tiranías que florecen por obra y gracia de la apatía y la tolerancia con la censura. Pero también nos ofrece ejemplos de contrapesos y equilibrios sostenidos gracias a la valentía de periodistas e investigadores, que, a contracorriente, desentrañan la verdad de los hechos por más impopular que sea su revelación. Entre los cantos de sirenas de los sedientos de poder y la confusión reinante en los pantanos de la virtualidad, leer el periódico debe servir para señalarnos un camino. Este no será otro que la civilidad y el diálogo. Igual a cuando abríamos el atlas en la clase de geografía para referenciar una coordenada en el globo terráqueo, abrimos el periódico para enrutar nuestro pensamiento en el tiempo presente.