Nadando entre medusas

Los socorristas del Titanic

Decía Groucho Marx: “Para mí, no hay nada más educativo que la televisión, pues cada vez que alguien la enciende, me retiro a mi habitación y comienzo a leer un libro". Si el más intelectual de los hermanos Marx viviera hoy, habría dos ensayos que tendría en su mesilla de noche: uno, para huir de la televisión, y el otro, para poder entenderla. El primero se titula Mediocracia: cuando los mediocres toman el poder, del filósofo Alain Deneault, y el segundo: La víctima es el héroe de nuestro tiempo, de Daniele Giglioli, profesor de Literatura Comparada. En el primero, el autor define a los mediocres como personas con mucha ambición, escasa preparación y con un único talento: su habilidad para apartar a los verdaderamente competentes, con el fin de homogeneizar su propia mediocridad bajo el paraguas del conformismo. Objetivo: que todos asimilemos esa mediocridad de manera progresiva y con la suficiente naturalidad, como para que acabemos siendo incapaces de reconocerla. Con la mediocridad ocurre lo mismo que con algunos medicamentos: crea tolerancia. Es decir: cada vez necesitamos dosis más altas para poder sentir sus efectos. Por eso, a pequeñas dosis diarias, la mediocridad no sólo acaba siendo tolerada: acaba siendo inapreciable. 

Respecto al libro de Daniele Giglioli, el victimismo (que al igual que algunos medicamentos, además de crear tolerancia, hay que agitarlo antes de usarlo) otorga una serie de ventajas a quien lo practica para llegar al poder. La primera es que el victimista no necesita aportar ningún mérito, porque su tragedia ya le capacita para conseguir su puesto. La segunda es que no lucha para dejar de ser víctima: litiga para convencernos de que su tormento es superior al de los demás. La tercera es que, en vez de reconocer sus errores para poder corregirlos, los interpreta como ataques a su persona para poder camuflarlos. Conclusión: si la mediocridad justifica el conformismo y normaliza la ineficacia, el victimismo cultiva el rencor y perpetúa el sufrimiento. 

Por eso no es de extrañar que siempre acaben pactando: como el mediocre disfraza sus errores de aciertos y el victimista sólo está dispuesto a admitir que los errores son siempre de los demás, al final el mediócrata indulta al victimista y éste apoya al mediócrata. Pero no nos engañemos. Cuando el mediócrata se muestra indulgente con el victimista, lo que está haciendo, en realidad, es condonar su propia incompetencia. Y viceversa: cuando el victimista negocia con el mediócrata, lo que pretende es exigir una amnistía a su pública cobardía. Por ejemplo, esa que le obliga a huir cuando hay peligro, obligando a los demás a apagar los múltiples incendios que él mismo ha provocado. Y una vez terminada la reunión de pirómanos, todos acaban ovacionándose entre ellos. Es el enaltecimiento de la adoxografía, es decir: el elogio de lo vano, lo fatuo, lo insustancial. Ese ejercicio retórico donde, en palabras del filólogo Arthur Stanley Pease, "los legítimos métodos de la adulación, en este caso se aplican a personajes que en sí mismos son inmerecedores de ese halago, principalmente por ser triviales, feos, estúpidos, inútiles, ridículos o viciados por su íntima peligrosidad". 

Y la estrategia de estos personajes es muy simple: como saben que el artículo 1.1 de nuestro Código Civil establece que la costumbre es fuente del Derecho, lo que pretenden es que nos acostumbremos a su indecente forma de hacer política, con la siguiente hoja de ruta: la felonía primero se cotidianiza, luego se naturaliza y al final se profesionaliza. De esta manera, con el tiempo se institucionaliza y acaba teniendo fuerza de Ley. Es el elogio de la locura, del que nos advirtió Erasmo de Róterdam en su libro del mismo título, donde hace reflexiones como esta: "Todo el que, violentando su propio ser, pretende cubrirse con apariencias de virtud, no hace más que poner sus defectos al descubierto". En este libro, nos habla de las ventajas que conlleva imponer la estulticia sobre la razón y lo satisfechos que pueden sentirse los ciudadanos cuando viven anestesiados por su propia necedad. Ya nos avisó Antonio Machado: “Todo necio confunde valor y precio”. Y lo que el mediocre y el victimista ponen encima de la mesa de negociación no son valores, sino precios a las cosas. Por eso se creen con derecho a venderlo todo, incluso aunque no les pertenezca. Venden lo que no es suyo y compran lo que no está en venta, como si los votos fueran cromos que se pueden cambiar cuando están repetidos. Es su delirante concepto de la democracia.

La diferencia es que, mientras el loco se caracteriza por no usar la razón y por la pérdida de juicio, el mediocre y el victimista se caracterizan por tener siempre la razón, después de haber perdido todos los juicios. No estamos, pues, ante una justicia surrealista, sino ante una política de lo absurdo que pretende que confundamos la realidad con la verdad, la posibilidad con la probabilidad y la certeza con la evidencia. Por eso, el loco más peligroso no es el que se niega a ver la realidad, sino el que se ampara en su condición de víctima para justificar su odio y después se apoya en éste para legitimizar la venganza.

Groucho Marx aseguraba que "la política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados". Sabía que la nesciencia es peor que la ignorancia, porque mientras ésta consiste en la ausencia de un conocimiento para el que se tiene aptitud, la otra es la falta de un conocimiento para el que no se posee capacidad suficiente. Por eso, cuando apagaba la televisión, no era para estar a oscuras: era para encender un libro. Consciente de la vulgaridad que le rodeaba, cuando Groucho bebía, no lo hacía para emborracharse. “Bebo –aseguraba- para hacer más interesantes a los demás". Como judío, nunca explotó la judeofobia para que le abrieran las puertas de la fama. Al igual que Erasmo con sus sátiras a la Iglesia (unas sátiras tan finas que ni siquiera el papa León X fue capaz de entender), Groucho no era un comediante que utilizaba el cine para hacer humor: era un actor que se servía de la mediocridad ajena para hacer filosofía. Se dio cuenta siendo muy joven, mientras representaba un número de vodevil en un escenario de tercera. Estaba actuando con sus hermanos, y al percibir que el público era demasiado burdo para apreciar su talento, en mitad del número rompió el guión, y en vez de hacerse la víctima para que los espectadores tuvieran algo de compasión, empezó a improvisar chistes para que él y sus hermanos pudieran burlarse descaradamente de todo el público. Fue tal su éxito, que ese día nació el marxismo cinematográfico.

El único que, a pesar de ser rodado en blanco y negro, sigue dando color a nuestras vidas.