Torero de milagro
Fue uno de los tres primeros toreros colombianos, junto a Joselillo de Colombia y Pepe Cáceres, y falleció en Cali a los 91 años. Era Jesús María Tenorio Manrique, a cuyas primeras corridas en México asistían Juan Rulfo y Gabriel García Márquez.
Sus últimos días discurrieron en el Café Gardel de Cali, donde animaba una tertulia bajo su gorra campera y enfundado siempre en un jean. En sus años mozos había sido también agrimensor en la costa Caribe y todavía, a ojo de buen cubero, sabía, para un potencial comprador, si una tierra era fértil y para qué cultivos estaba apta. Conocía al dedillo el precio de una hectárea en cualquier lugar de Colombia y a su charla grata acudían recuerdos de viejas corridas, de toros bravos y mansos, de alguna mala cornada que le había deparado la vida.
En plena lucidez, casi en edad centenaria, me honré con su amistad. Tenía la memoria viva de un país que ya no existe.
Tenorio se hizo torero después de ver siete veces la película “Ora Ponciano”, dedicada al matador mexicano Ponciano Díaz. Juan Rulfo y García Márquez lo vieron torear en México, en ese país donde florecían las pencas en el desierto y el aire se apuntaba a ser el más transparente, como quería Carlos Fuentes.
Acababa de culminar la primera mitad del siglo XX y ya un escritor enjuto, serio, callado, se había permitido llevar a las letras esa atmósfera de los pueblos mágicos donde los vivos conversaban con los muertos. Era Juan Rulfo, con su Pedro Páramo y su Llano en Llamas, el mismo que cruzaba una bufanda en el cuello e iba a las plazas de toros a entretenerse en el Arte de Cúchares, invitado por el torero caleño al que entonces llamaban “Chamaco” en los redondeles mexicanos.
Recibió alternativa de manos de Manuel Capetillo en Guadalajara. Tenía 21 años. En los cafés donde se reunían poetas, periodistas, toreros y cuadrillas, entre el humo espeso de interminables conversaciones, conoció a Rulfo y lo invitó a sus corridas. Gabo iba a verlo torear en Puebla.
“Rulfo ya había publicado su historia del mítico Comala. En México se me acababa el dinero y estaba a punto de devolverme a Colombia cuando Félix Briones me invitó a visitar el templo de la Virgen de Guadalupe. Me arrodillé frente a ella y lloré de la emoción; conversé con ella y le conté los problemas que tenía. En el café Do Brasil me encontré con Luis Briones, hermano de Félix, quien me dijo:
“No regreses a Colombia; mañana tengo una corrida en Irapuato y quiero que reemplaces a un torero que no puede asistir, porque recibió una cornada. No lo podía creer. Empezaba a obrarse el milagro de la virgen. Ya me habían puesto en el cartel, y no lo sabía. En ese debut no me pagarían, pero iba a dar lo mejor de sí, porque sabía que vendrían mejores tiempos. Me preguntó si tenía todo el alijo torero y le contesté afirmativamente. Corté tres orejas y salí aclamado. Ahí empezó mi buena racha, la misma que me permitió vivir cinco años en México”.
Tenorio exhibía el anillo de la Virgen de Guadalupe, el mismo que conservaba con devota devoción. En las paredes del Café Gardel, junto al Zorzal está su foto de juventud con el capote donde aparece bordada La Morenita.
Hijo de Carlos Tenorio Escobar y María Josefa Manrique. Su progenitora era hija del General Ulpiano Manrique, el primer gobernador que tuvo el Tolima Grande. Su abuelo era el propietario de la Hacienda San Rafael, hoy Ingenio María Luisa.
En los primeros lustros del siglo XX Cali era entonces una ciudad que apenas despertaba a la afición taurina. El mundo del toro estaba concentrado en Palmira, donde sí tenían plaza. De ahí era Nito Ortega, el primer torero que regresó a esta ciudad convertido en un héroe. Paseaba por Palmira en un coche convertible, acompañado por bellas mujeres.
Tenorio pensaba que no había existido un torero de mayor solemnidad y magisterio en el ruedo, como Manuel Laureano Rodríguez Sánchez, Manolete: “Era serio, estoico, un torero de verdad”, repetía, y en los tiempos que corrían admiraba al peruano Roca Rey y al colombiano Luis Bolívar.
“El valor no existe; en la vida usted hace lo que le gusta, tenga peligro o no”, sentenciaba. Él, que recibió dos cornadas en ese México donde el aire traía en las tardes acordes de guitarra.