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Los toros, del festejo real a la fiesta popular (primera parte)

La invención del festejo taurino en España, su historia, su desarrollo, y su prosperidad hasta nuestros días, parten de un hecho tan simple como fundamental: la existencia del toro bravo.

Desde los anales de la prehistoria, el toro salvaje, portador de una antigua variedad zoológica como su evolución de ella misma, ha marcado profundamente para la mitología hispana y para la mediterránea unas raíces de gran trascendencia. Tanto en los primitivos juegos y rituales taurinos que se practicaban en la isla griega de Creta, como de las antiquísimas efemérides en honor al culto-patrio-religioso de otras regiones ibéricas, este fiero animal propagado por Los Celtas desde Polonia, lugar de origen, siempre fue el actor principal para muchísimas solemnidades culturales de la civilización del hombre mediterráneo.

La propia progresión de este animal bravo, condiciona igualmente las continuas evoluciones que han innovado desde hace unos cuantos siglos los “juegos de toros”, adaptándolos consecutivamente a las cualidades sociales de cada época. 

A principios de la Edad Media, aparecieron manifiestos y certificados escritos de su existencia, a la vez se iban regulando festejos por los gobernantes de entonces, veracidad de todo ello, el propio rey Alfonso X el Sabio, hablaba en sus crónicas de los “matatoros” pirenaicos-navarros y de unos hombres enfamados que lidiaban bestias bravas por los dineros que les daban, considerando este primer germen taurino como algo indigno de una profesión, no por el hecho de lidiar, sino por hacerlo a cambio de unas monedas. 

Las costumbres de enfrentarse o correr los toros bravos en nuestra Península se extienden, como antes hemos dicho, desde la Edad Media y, aunque los testimonios sean algo escasos, se puede afirmar que se realizaban a modo de celebrar fiestas solemnes o torneos competitivos en los que participaban los nobles a caballo auxiliados por la plebe.

El alanceo y muerte del toro quedaba exclusivamente reservada a los referidos nobles, quienes desde sus cabalgaduras probaban suertes de habilidad y valentía ante sus señorías, cumpliendo de esta forma las órdenes y obligaciones caballerescas con destreza. Mientras, los plebeyos con pie en tierra, únicamente intervenían en las diferentes suertes previas y en resoluciones de auxilio, causando tal desorden que su práctica hubo de ser reorganizada continuamente por códigos a fin de evitar los muchos percances mortales que estas celebraciones ocasionaban a la referida plebe.

Ya en los albores del siglo XVI, las fiestas taurinas se enfrentan a las primeras prohibiciones pontificias. Época aquella por la famosa radicalidad de la ley pragmática del papa Pío V, que castigaba con la “pena de excomunión” a todos los que participaran en tales fiestas.

El rey Felipe II, aunque no fuese un gran entusiasta taurino, fue el encargado de gestionar ante el Papa la retirada de la prohibición, para evitar el escándalo que acarrearía por su incumplimiento en una nación tan católica como la española. Su sucesor, el papa Gregorio XIII, atenuaría el veto conforme a los deseos de Felipe II, salvando así la tradición. 

Sin embargo, la bula papal se extiende y se publica hasta en Portugal, donde hubo que aminorar la peligrosidad de los toros, adaptándoles unas vainas de cuero a los pitones, marcando de esta manera la primera diferencia entre la fiesta española y la portuguesa.

Nuevas prohibiciones papales como la de Sixto V, y nuevas atenuaciones como la de Clemente VII, acompañaron a la fiesta hasta el siglo XVII, considerando este siglo como el consolidado nacimiento del rejoneo como un arte ecuestre por excelencia.

A finales del siglo XVI, surgen los primeros tratados de la tauromaquia, o dicho arte de torear a caballo, entre los cuales “los tratados de la brida y la jineta”, de Bernardo de Vargas y de Diego Ramírez de Haro, ambos fueron los que contribuyeron activamente en regularizar el comienzo del rejoneo hasta darle firmeza artísticamente.