Madrileños por Madrid

Viejo feminismo. Nuevo feminismo

La contraposición entre viejo y nuevo conlleva habitualmente un juicio de valor: lo viejo se considera caduco y obsoleto, mientras lo nuevo aparece como una versión mejorada. Pero ¿ocurre esto mismo con el feminismo? Lo vamos a analizar. 

Los teóricos de la sociología suelen clasificar los movimientos feministas en cuatro etapas. La primera coincide con la Revolución Francesa, en la que se empiezan a cuestionar los privilegios de los hombres, basados en la biología y la filosofía de lo natural. 

En el siglo XIX se generan los primeros movimientos feministas con repercusión internacional, entre ellos el sufragista, que lucha por el voto femenino, pero también por otros derechos laborales y civiles. Curiosamente, las sufragistas no constituyen un movimiento ideológico, y menos de izquierda, sino interclasista, en el que participan todas las clases sociales, aunque en su origen proviene de la movilización de las mujeres burguesas que se consideraban aptas para gestionar sus propios intereses en plan de igualdad con los hombres. De hecho, las primeras europeas a las que se permitió el voto en 1918 fueron las inglesas propietarias de un inmueble y universitarias mayores de 30 años. Dos años antes, en 1916, en España se le había permitido votar excepcionalmente en las elecciones al Senado a una sola mujer, la Doctora Trinidad Arroyo, por ser miembro del Claustro de profesores, mientras el resto de españolas tuvieron que esperar diecisiete años para ver reconocido el sufragio femenino. Hay que preguntarse cómo lo que empezó como una ola liberal acaba siendo bandera de la izquierda. 

La tercera etapa del feminismo surge en la segunda mitad del siglo XX como un movimiento de liberación sexual, coincidiendo con avances médicos y farmacológicos -con los anticonceptivos- que abren opciones a las mujeres. En este feminismo se empiezan lógicamente a involucrar los hombres, especialmente los jóvenes, coincidiendo con otros movimientos que enfrentan a distintas generaciones. 

Y la cuarta etapa -en la que todavía estamos inmersos- es la más antropológica y menos comprensible para la generalidad de las personas: un nuevo feminismo que tiene su origen en las cátedras de ciencias políticas y emplea un lenguaje no apto para todos, basado en la teoría de género, que considera la contraposición hombre-mujer un concepto cultural. 

Para este movimiento feminista, que fácilmente puede llegar a convertirse en radical, el género es cuestión de creencias e ideas y, por tanto, puede ser modificado cambiando simplemente las normas sociales. Ya no se trata de luchar por los derechos y libertades de las mujeres -coartados por creencias religiosas, culturales o sociales-, sino de imponer a las mujeres una concreta ideología de género. 

Este nuevo feminismo es, de alguna manera, antifemenino, ya que permite al resto de la sociedad definir lo que es una mujer. Llegamos así a contradicciones tan obvias como algunas que se están produciendo en el deporte, imponiendo la cultura de “todo para la mujer, pero sin la mujer”.

Muchos recordarán el pretendido aforismo del viejo sindicalismo, que también se identifica con la extrema izquierda: “No se puede ser más tonto que un obrero que vota a la derecha”. Esta frase se basa en la simplificación marxista: la izquierda sirve a los intereses de la clase trabajadora y la derecha al capital. 

Con el nuevo feminismo pasa lo mismo. La izquierda más radical pretende apoderarse del feminismo al tiempo que proclama: “las mujeres que no nos votan pertenecen al pasado o son tontas”. 

Como mujer, me siento más unida al viejo feminismo -el que lucha para que a cualquier persona se le reconozcan las mismas libertades y derechos-, y bastante más lejos del nuevo feminismo de cuotas, falsos privilegios, y una definición controlada desde la política de lo que significa ser mujer, cuyos postulados me parecen intervencionistas y equivocados.

Yo diría que no se puede ser más tonto que aquel que simplifica su pensamiento hasta convertirlo en: “conmigo o contra mí”.  Quizá por eso hoy en día los trabajadores abandonan la afiliación a sindicatos de clase y se apuntan a la moda de definirse como apolíticos, porque su aspiración personal no es servir a la sociedad con su trabajo, sino gestionar su propia vida. 

Hoy es evidente que no se han superado las desigualdades -no ya entre mujeres y hombres, sino entre personas- y no va a ser a base de subvenciones o cuotas como se superen las diferencias.

La globalización promete cobrar el mismo sueldo por el mismo trabajo y acceder a puestos de dirección, pero, en buena parte del mundo no lo consigue; y no son pocas las mujeres de hoy en día que no son ciudadanas de segunda, es que ni siquiera son ciudadanas. La globalización, lejos de traer civilización y progreso, está acentuando las diferencias. Y el feminismo no es una excepción. 

Imponer la “cremallera” en los Consejos y puestos de dirección crea un artificio que perjudica al auténtico feminismo, y si empiezan a aplicarse las teorías de género es posible que veamos a sesudos directivos que pasen por el registro civil para convertirse en mujeres, como ya lo hacen algunos opositores a bombero, o deportistas de élite.