El sonido del silencio

El tocadiscos empieza a girar y el anticuado ruido a fritura de huevo que sale de los altavoces da paso a la tímida voz de Georges Moustaki. De fondo, una mañana tranquila de sábado y un cielo azul como pocas veces antes lo había visto; en mis manos, la portada del vinilo donde una persona enorme y verde monta una bicicleta. C’est là, se titula. Está ahí. Da la impresión de que el personaje en cuestión – no termino de saber bien si se trata de un hombre, de una mujer o de algo más allá (¿un dios?) – es todo lo libre que alguien puede llegar a ser.

Suenan ahora en mi salón los acordes de la canción compuesta por el griego Si elle entendait ça, si ella escuchase eso, hecha de “sies”, “puedes” y “quizás”. Pero lo que más llama mi atención son las palabras que faltan, las frases inacabadas que salpican la letra. En un instante, me veo atrapado en el misterioso poder de sus silencios.

De sobra sabemos que la música no sería música sin los silencios. El torrente incesante de sonido terminaría por asfixiarnos, sin tregua ni solución de continuidad, martilleándonos con sus certezas sonoras, con sus do y sus la y sus mi y sus fa concatenados, hasta la saciedad. Lo mismo ocurre con las palabras.

Pero no hablo aquí de los opuestos que se necesitan para existir, para afirmarse en la mente de un ser humano al que le cuesta mucho salir de sus esquemas dualistas. Hablo del silencio por el silencio, de la belleza que nace de su misterio, ese que abre las puertas al Todo, a las interminables posibilidades de la noche, “al jardín secreto donde comienza el mundo”.

Con sus ausencias, sus sous-entendus, Moustaki parece querer acercarse cariñosamente a lo que hay más allá, a aquello que no puede ser nombrado. Estamos convencidos de que el ser humano necesita certezas para vivir, pero a menudo olvidamos que también precisa de los enigmas, las figuraciones. Me pregunto entonces si no será esa la intención secreta de cualquier artista, de los músicos, de los cantautores: ¿por qué si no nos daba a conocer Leonard Cohen a la feérica Suzanne, nos interpelaba Sixto Rodríguez con sus lacerantes preguntas o se relamía Bob Dylan en esos acordes perezosos de armónica en los que siempre parecía quedar algo por decir?

El silencio es deseo, expectativa: puede ser lo que se espera de él, o puede no serlo, y ser algo muy distinto. Pero es esa ambigüedad mágica, la que canta a lo que es y a lo que no es al mismo tiempo, la que lo contiene todo. Y así, las “palabras de amor perdidas” que recita Georges Moustaki evocan, precisamente por no haber sido dichas, la posibilidad de un amor mayor que cualquier otro que sí lo haya sido.