A fines de los años setenta, cuando habían comenzado ya a manifestarse en toda su magnitud en el campo de las artes plásticas argentinas las consecuencias de “la muerte del arte”, tal como lo proclamara unos años antes el por entonces domine de la crítica estética en el país, profesor Jorge Romero Brest, desde su sitial del Instituto Di Tella de Buenos Aires, escribí y publiqué en un revista barrial desaparecida, un breve artículo en defensa del arte boquense cuando estaba haciendo mis primeras armas en una lucha que me demandó más de tres décadas.
Y quiso la casualidad, que revolviendo papeles de archivo en busca de datos para una nueva publicación, diera con el borrador de aquel artículo publicado en una revista extinta, al que por considerarlo de interés histórico para comprender mi desarrollo personal, me dispongo a enviar nuevamente a imprenta, tal como fue escrito entonces.
Así comenzaba la hoja suelta del archivo…
“En su “Breve Historia de la Pintura Moderna” publicada durante esos años, el notable maestro inglés de la crítica estética Herbert Read cita un pensamiento interesante del filósofo de arte connacional E. Collingwood, en el que quizás se encuentren las claves que permitan comprender el fenómeno que representó en la historia del arte de los argentinos la existencia de la escuela de arte boquense.
Decía el citado autor que “no hay modo de escribir historia contemporánea porque sabemos demasiado de ella.
La historia contemporánea desconcierta al escritor, no solamente porque sabe demasiado, sino también porque lo que sabe no está suficientemente digerido y es demasiado inconexo, demasiado atómico.
Solo después de detenida y prolongada reflexión comenzamos a ver lo que era esencial y lo que era importante, a ver porque las cosas ocurrieron como ocurrieron, y a escribir la historia en lugar de diarios”.
Creemos que, en relación al tema que nos interesa, ha transcurrido un tiempo suficientemente prolongado para que, lo que el historiador sabe no esté expuesto a esa especie de indigestión de datos, y falta de perspectiva que le impidió durante décadas apreciar las cosas en su conjunto y descubrir las distintas razones que conjugan los hechos que generaron los fenómenos en este caso estéticos, más allá de la aparente inconexión en que se presentaban.
Es cierto que el mismo autor nos previene de las dificultades que habrá de encontrar el historiador en su tarea de comprender lo sucedido: “…en arte, una escuela, una vez establecida se deteriora normalmente al seguir su marcha. Logra la perfección con una impresionante expresión de energía, en acción demasiado rápida para que los ojos del historiador la sigan. Nunca puede explicar ese movimiento o decirnos con exactitud cómo se produjo”.
Sin proponérselo, el filósofo inglés describe en unas pocas líneas la parábola del arte boquense; conjunción de factores de distinta índole que provocan el nacimiento de una nueva sensibilidad, ligada al mundo de la representación.
Impresionante explosión de energía que no es captada en toda su significación por razones diversas; una concepción de la cultura y del papel de los intelectuales que excluye la consideración de ese “arte periférico”.
Una manifiesta negación a convertir los valores paradigmáticos de ese arte, nada próximo a los símbolos de poder dominante; celebra lo dinámico, lo fluyente, lo que transcurre por oposición a lo consagrado; lo idéntico a sí mismo, lo estático, lo asentado, lo que permanece.
El papel de la crítica que da expresión en su terreno a ese conjunto de valores referenciales, negando consideración al nacido en torno a la ribera boquense, adquiere dimensión histórica en la reacción iracunda del crítico metropolitano más destacado de la época, que en el año 1940 le niega “jerarquía existencial, afirmando que “no existe ni puede existir una escuela de arte de la Boca”.
Al final del artículo, expresando mi deseo manifestaba “De ahí nuestra esperanza, en línea con la expresión del filósofo inglés más arriba citado, que el final del siglo se convierta en una especie de ordenador que, a partir de una mirada más comprensiva permita otorgarle a esta historia boquense que lleva ya más de 50 años (juicio de 1970) el reconocimiento que merece, que no es la de un valor episódico, como lo señala actualmente el pensamiento de la crítica de arte tradicional nacido en la metrópoli.
La fortuna pareció acompañar mi expectativa aún antes de lo esperado…!
En el año 1997, escribiendo un breve texto para la gran exposición conmemorativa realizada en las salas del recién mudado Museo Eduardo Sivori para celebrar los 100 años de la llegada del maestro toscano Alfredo Lazzari al país, el emérito crítico Rafael F. Squirru, que más de cuarenta años atrás había fundado el Museo de Arte Moderno Nacional destacó con énfasis la importancia del arte boquense sino que, yendo más allá, consideró a su escuela artística “protoescuela de las de Buenos Aires”.
Si hubiera leído a Collingwood, el notable maestro Julio Payro nos hubiera ahorrado años de polémicas y disputas en torno a tan sensible tema.