Línea 6: historias circulares

Un mundo casi apocalíptico

Todas las mañanas de agosto atraviesa un sol que reduce todo a cenizas, incluso sin haber llegado aún a su máximo esplendor. Saluda a todos aquellos fantasmas que regentan comercios en el barrio y a aquellos trabajadores que dejan las calles limpias y reparten suerte entre los pocos habitantes que sobreviven a las fechas. «No es un mundo post-apocalíptico, pero casi», me dice tras subirse al metro en la parada de Lucero. 

«Tus ojos son como dos luceros», chapurrea al verme mientras se ríe.

Siempre se sienta frente a mí (así puedo verte sin girar el cuello, suele decir) y deja su maletín a la derecha. Cuando digo siempre me refiero a que es una especie de ritual, parecido al de los deportistas cuando están a punto de entrar a la pista. Cristóbal, mi poético conocido del subsuelo, fija la mirada en mí y lamenta todo el vacío que hay en el vagón. 

«¿No te parece triste toda esta ausencia?».

A Cristóbal le gusta sentirse acompañado pese a que quien le dé calor no sea una persona de su confianza. Necesita sentir el contoneo de otros cuerpos, de otras vidas para comprobar que está aquí, en el mundo real y no en una dimensión paralela. «Por eso vine a la capital, ¿entiendes? Si hubiera querido soledad me habría quedado en el pueblo, junto a las vacas, que también tienen presencia, pero huelen peor». Se ríe y aclara: «aunque habría que comparar con algunas personas que parecen tener fobia a la ducha». Y vuelve a producir una carcajada que retumba entre las paredes del vagón.

«Hasta los músicos están fuera. Han desaparecido».

Cristóbal tiene por costumbre bajar las escaleras manuales (repudia las automáticas, dice que son un invento para generar perezosos) y echar un par de monedas a esos músicos que parecen tener más disciplina que talento. Un euro si es día par. Cincuenta céntimos si es impar. ¿A qué se debe esa arbitrariedad? A que los números impares perturban su paz, los ve asimétricos, responde. 

«¿En qué playas estarán tocando su música?».

No le gusta la playa. La llama el TOSTADERO, en mayúsculas. Todos los fantasmas tomando el sol, rayos atravesando su nívea piel, gotas de sudor resbalándose… ¿Para qué? Le enfurece hablar del tema. En cambio, me recuerda que a mi izquierda estaría sentada doña Urraca jugando al Candy Crush, a mi derecha el chico que no habla y solo lee mientras bebe una Coca-Cola, y al lado de la puerta, de pie, la inalterable mujer que jamás pierde el equilibrio y que antes moriría que agarrarse a uno de esos sucios sujetadores que están plagados de bacterias.  

«¿Dónde está el que vende caramelos? ¿Se habrán derretido?».

Porque Cristóbal echa de menos hasta los discursos erráticos de quienes piden algo. Los micrófonos y las actuaciones de raperos que improvisan por un euro. Covers de Luis Miguel que todo el mundo tararea en su cabeza, aunque la mirada se mantenga fija en el móvil ignorando al cantante. Porque si no lo veo, no se acerca, piensan. Molestos transeúntes que exhiben su gusto musical a través del altavoz y no de los auriculares. Y Cristóbal, que teme la soledad como un niño la oscuridad, extraña a todos esos seres.

«El calor es lo de menos. Peor es escuchar el eco de tu propia voz».