Zarabanda

Paseo íntimo con Juan Ramón Jiménez

Esta noche de principios de julio inicio mi recorrido por la plaza de las Cortes. Quiero saludar a don Miguel antes de dirigirme al paseo del Prado. No estoy sola, me acompaña Juan Ramón Jiménez, en mi mano llevo sus "Libros de Madrid" en edición de José Luis López Bretones (Hijos de Muley Rubio. Madrid 2001). Una obra que no pudo publicar en vida y que ni instituciones políticas ni culturales quisieron publicarle después de su muerte. "Sus páginas reivindican al Madrid de Carlos III y retratan con palabras sutiles y bellas el alma de las cosas" (Federico Utrera).

Don Miguel de Cervantes me mira desde su pedestal, donde gracias a su escultor Antonio Sola lleva encaramado desde julio de 1835. En el podio, dos bajorrelieves de bronce de José Piqué Duart recuerdan su obra magna. Representan "la aventura de los leones" (Segunda parte del Quijote. Capítulo XVII) y a don Quijote y Sancho guiados por la locura. Tengo la sensación de que don Miguel me mira y me señala el cercano Congreso de los diputados. "Allí la locura del poder guía a más de uno", me dice en voz baja. 

Observo el equilibrado y neoclásico edificio. Es obra de Narciso Pascual y Colomer, que lo levantó en el terreno que ocupaba la Iglesia del Espíritu Santo. Fue inaugurado el 3 de noviembre de 1850. Sobre las seis majestuosas columnas de su pórtico, en un frontón triangular, los relieves de Ponciano Ponzano recuerdan a los viandantes la importancia de este lugar. Representan a España con la Constitución, en el centro, y en torno a ella, humanizados, a la Fortaleza, la Justicia, la Libertad, el Valor, las Ciencias, la Armonía, las Bellas Artes, la Agricultura, el Comercio, los Ríos, la Abundancia y la Paz ¿Los habrán observado alguna vez los diputados?

A los lados de la escalinata, dos leones de bronce, fabricados con el de los cañones de la batalla de Wad-Ras (Guerra de Marruecos, 1859-1860), parecen defender este edificio. Su autor es también Ponciano, se inspiró en los que estuvieron en la villa Médicis de Roma (ahora en la logia dei Lanzi de Florencia).

No sé si todos los políticos, que temporalmente lo habitan, merecen palacio tan hermoso. Escucho a Juan Ramón:

"El político, que ha de administrar un país, un pueblo, debe de estar impregnado de esa poesía profunda que sería la paz de su patria… ¡Qué día tan distinto para él y para su país sería...!, y si antes de ir al Parlamento preparara poéticamente su actividad, su pensamiento, su carácter, ¡qué giro tan distinto tomarían sus intervenciones y cómo no oiríamos ni veríamos lo que vemos y oímos cada tarde, esas tardes tristes de los mercados parlamentarios!"

Con las palabras del poeta y "hombre libre", como él se declara, dentro de mí,  desciendo por la Carrera de San Jerónimo hasta la plaza, donde erguido  sobre un carro de conchas tirado por hipocampos espera el dios del mar, Neptuno. A su lado, en la fuente  nadan focas y delfines. Lleva un tridente en una mano y una serpiente en la otra. Lo veo algo desnortado, ya no está en el lugar que ocupó al final de la Carrera de san Jerónimo, donde su escultor, Pascual de Mena, lo colocó en 1786, ni mira a la Cibeles, lo cambiaron de ubicación en 1898 y ahora dirige su mirada hacia el hotel Palace.

"El sol le pone la sombra movible del chorro de agua sobre el corazón y parece que se le anima el pecho". Me cuenta Juan Ramón, pero es de noche y yo no puedo verlo. Continúa, "Neptuno vive, en su desnudez, una vida más fuerte que la de los huéspedes del Palace". ("Plaza de Neptuno". Madrid posible e imposible. Libros de Madrid).

Desde la plaza, contemplo el Salón del Prado, hoy Paisaje de la luz y Patrimonio de la humanidad. Después me dirijo con mi poeta hacia la fuente de Apolo, "mi fuente", como él la llama, y la mía. 

Gracias a Carlos III se creó este espacio urbano que une arte y naturaleza. Hasta el último tercio del siglo XVIII era una vaguada por la que circulaba el arroyo bajo del Abroñigal, un terreno suburbano y rural, prados de San Jerónimo y Atocha. El rey quiso un paseo, el primer gran eje viario de Madrid. Su ministro, el Conde de Aranda, encargó el proyecto al capitán de ingenieros José Hermosilla, que hizo el primer trazado con un diseño de forma circoagonal (1767) y tres puntos de referencia escultórica, las fuentes de Cibeles y Neptuno en los extremos y la de Apolo, la más importante, en el centro. Imitaba la forma de circo romano de la plaza Navona de Roma. Era un diseño a la italiana, al gusto neoclásico. 

En 1775 le sustituye Ventura Rodríguez, Maestro Mayor de la Villa y de sus fuentes y viajes de agua, que aprovecha el trazado previsto pero que modifica el planteamiento de las fuentes. Las diseña creando un conjunto lleno de simbolismo: Cibeles, que protege la tierra, mira a Neptuno, señor de los mares, y ambos miran a Apolo, el sol, que está en el centro ,entre los dos, y a mayor altura. Representa la luz de la razón, que conduce a la verdad, y es símbolo de la nueva monarquía ilustrada. Estamos en el "siglo de las luces". Además es el señor del tiempo, rige las estaciones, el patrón de las musas, manda sobre las ciencias,  las artes y la música. 

Además completa el conjunto con cuatro fuentes más pequeñas y con la de la alcachofa en Atocha. Ninguna ciudad, excepto Roma, poseía fuentes tan monumentales para disfrute y uso público.

Entre los centenarios árboles, semioculto, distingo al dios Apolo, se alza sobre un pedestal de 25,4 pies (7,7 metros). Es obra de Miguel Ximenes, igual que los pilones en forma de conchas que están junto a él. Las cuatro estaciones se deben a Manuel Álvarez  que no pudo terminar la estatua del dios a causa de su muerte. La acabó Giraldio Bergaz en 1803. Apolo lleva sus principales atributos: la lira, el carcaj sin flechas, acaba de matar a la serpiente Pitón  que yace a sus pies, y recibir su sabiduría. Es el sol triunfante que rige el paso del tiempo, a sus pies, las estaciones. El agua mana de las bocas de las peligrosas Circe y Medusa, que están en el pedestal. 

Pese a su peligro, me acerco a la fuente. Es noche cerrada, de luna menguante  y me encuentro sola con mi Juan Ramón.

"Primero, en el silencio azul, verde, gris, siento el ruido del agua de la Cibeles, luego, más leve, al entrar crujiendo mis pies en la arena, en la sombra de los grandes castaños, mayores a la hora solitaria, el rumor del agua de Apolo. En las dos pilas, como en un mapamundi del cielo, están las estrellas, limpias”. 

"Todo está en la madrugada pura, recortado, silueteado, completo y como guardado en si mismo. Cada cosa es ella sola, aislada de las demás”. 

"Una campanada de reloj, otra, otra también aislada, recortada en sí, suenan cerca, lejos, en esta noche de definidas presencias de Madrid, en que reina desnudo y definido, Apolo”.

"He estado en la fuente mía, como el campo en la soledad, un momento eterno. Después me he ido alejando otra vez. Se quedaba la fuente bajo los castaños plenos. Sobre la cabeza de Apolo se había caído una estrella". ("La fuente de Apolo de madrugada". Madrid posible e imposible. Libros de Madrid).

Impresionada por sus palabras, que me han llenado de belleza mis íntimas esencias, doy las gracias a mi poeta y me acerco con él a la Cibeles. Quiero saludar a la reina de Madrid, que lleva corona y cetro, y las llaves de la ciudad en la mano.

"Blanca con la luz de la calle de Alcalá en los ojos ciegos, se destaca sobre el terciopelo morado del cielo al atardecer" -me dice Juan Ramón. Ahora destaca más sobre el terciopelo negro.  Prosigue, "los leones acaban de salir del agua, mojados, fríos y verdes". ("La Cibeles de noche", op. cit.)

Espero a un taxi para volver a casa y miro otra vez a Apolo, a quien ella, desde fines del siglo XIX ya no puede ver, ni tampoco a Neptuno, ahora mira a la calle de Alcalá. La cambiaron de lugar, no es en éste donde la colocó su escultor, Francisco Gutiérrez. Veo con mi poeta que el bello dios "se desnuda más, que se desnuda el alma". ("La fuente de Apolo en enero").

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