Del sur xeneixe

La Pintura de los demócratas que no se cambian de ropa...

Carlos Semino
photo_camera Carlos Semino

"Esto es pintura de demócratas, de hombres que no se cambian de ropa y que se quieren imponer a las gentes de mundo. Este arte me desagrada y me disgusta".

Estas palabras las pudo pronunciar algún crítico de arte en Buenos Aires durante los años 30 ó 40; sin embargo fue el conde de Nieuwerkerke, superintendente de la Academia de Bellas Artes y presidente del Salón anual de París el que las enunció para referirse a los artistas de la "Escuela de Barbizón", aquellos paisajistas que se instalaron a partir de los comienzos del siglo XIX junto a los bosques de Fontainebleau con el fin de renovar la pintura francesa de la época, particularmente estimuladosa por el descubrimiento de los paisajes de Constable y otros autores ingleses.

Y parece de rigor pensar en el parentesco que vincula a la mencionada Escuela con la que nos ocupa. Existen notables puntos de contacto entre ambas, que provienen básicamente de sus coincidentes "nuevas expresiones despojadas de todo tipo de abstraccieon intelectual o mística" más que de inovaciones de lenguaje.

Como aquella, la pintura boquense es "pintura de demócratas", de "hombres que no se cambian la ropa"; también como ella, su mundo gira en torno a un espacio físico determinado (el pequeño pueblo de Barbizón cercano a los bosques de Fontainebleau).

Si en el caso de la escuela francesa, la observación cuidadosa de la Naturaleza, y los mudables aspectos de la luz le permitiría avanzar en el descubrimiento de ese aspecto capital tanto como en la comprensión del papel de la atmósfera en la conformación del color de los objetos del mundo real, la Escuela de La Boca incorporará al hasta allí limitada iconografía paisajística del arte nacional un repertorio de imágenes nacida de su eje central -el Riachuelo- que incluirá desde vistas propias del mismo hasta naturalezas con fondo de paisaje aledaño o múltiples combinaciones de esos elementos.

La irrupción de la escuela boquense se produce en los albores del nuevo siglo. No es por casualidad que recién en ese momento maduren las condiciones materiales y espirituales que la harán posible; a esa altura había culminado el desarrollo interior que volvería factible su configuración: el proceso inmigratorio -particularmente italianos de procedencia ligur- había producido el surgimiento de una comunidad de identidad firme y reconocible y el puerto lugareño se había convertido en el centro más importante del comercio local.

Un hecho no suficientemente estudiado hasta la fecha es el fenómeno de vasta complejidad material y cultural que se gestó en torno al Riachuelo a fines del siglo pasado, y que trajo aparejado, como correlato un desarrollo institucional y espiritual generador de fuertes tensiones con el mundo metropolitano que se constituía en su límite. En efecto, La Boca había crecido al modo de la matriz dominante en la propia vida italiana, que finalmente constituiría el modo hegemónico, y todos los hábitos mentales y culturales iban configurando su sociedad y espíritu lo contenían; su expresión más cabal fué la actitud asumida por el grupo de genoveses que desalentados por el papel que adoptó el Estado en un conflicto patronal - gremi- al lugareño en 1882 se dirigió al rey de Italia para reclamarle su incorporación al estado Italiano, advirtiéndole al gobierno nacional que no debía entrometerse en "asusntos de genoveses".

De ese núcleo de tensiones se desprende la que será aporía del arte boquense; hasta entonces las manifestaciones de arte conocidas en nuestro país habían tenido como epicentro el paisaje rural, las escenas constumbristas de cuño campestre, los temas históricos y el género del retrato, en franco retroceso para entonces por el avance sin pausas de la fotografía. Las características culturales del país de entonces -poco urbanizado en gran medida semi feudal- ligado económica y psicológicamente al paisaje campestre así lo imponían, y las artes plásticas no podían librarse de los modos de expresión espir- itual vigentes: peso significativo debía también tener la actitud de los potenciales compradores y comitentes de arte, que se encontraban representados como en un espejo en ese arte que le devolvía su propio imaginario.

Por el contrario, el mundo de imágenes de "(esos) hombres que no se cambian de ropa" no podía dejar de estar vinculado al fantástico y cambiante mundo del quehacer marítimo, mudable por definición, tanto que ligado al riachuelo, emparentado con la nostalgia y la obsesiva condición de lo efímero. Un historiador-artista lo sintetizó magistralmente a propósito de un estudio sobre el escultor Agustín Riganelli; "La Boca era entonces (a fines del siglo XIX) un mundo de color que interesaba vívamente a los artistas sensibles. En la época de Riganelli veíase asaltada diariamente por plásticos noveles (J. Torre Revello).

La escuela boquense introduce una nueva perspectiva de valoración, tanto como una nueva imaginería; si el arte que podríamos denominar "criollo" es estático, raigal y se constituye en torno a los temas que afirmaron la identidad del país dominante durante el decurso del siglo XIX, el nuevo arte que aparece en La Boca representa lo dinámico, inestable inmedable por definición, constituyéndose a partir de los símbolos y fantasias de sus pobladores cuyas historias personales no estaban vinculadas a la tradición nativa sino a una autoconciencia de raíz inmigrante.2

A la par del desarrollo del asentamiento físico va cobrando forma una nueva espiritualidad surgida del carácter de muchos de sus nuevos habitantes, exiliados políticos y espíritus disidentes identificados con las nuevas ideas dominantes que en la comunidad boquense van afirmándose ligadas al socialismo y al anarquismo, factor que ayudará a reafirmar una posición independiente que las cohesionará en torno al mundo del trabajo.

La nueva vitalidad que imprime a la naciente comunidad un factor humano de tales características, sumado a la importancia que adquiría el puerto como lugar de entrada-salida del mayor volúmen de cargas de cabotaje que circulaba en el país explicará el florecimiento económico, a la vez que el espacio abierto en torno a la figura emblemática del Riachuelo, centro físico y mítico de todos los gestos artísticos de la Escuela.

Afirmado el puerto como epicentro de circulación del comercio de importación-exportación, incorporadas activamente las ideas anarquistas, socialistas y republicanas en amplios sectores de la población, desarrolladas hasta un punto extraordinario las redes de solidaridad existencial e ideológica, nada falta para que el nuevo y complejo fenómeno producido por la fusión espiritual del mundo de imágenes del trabajo y la respuesta visual de la percepción inmigrante produzcan el nacimiento de esa nueva estética centrada en el espacio del Riachuelo.

Lo expuesto hasta aquí, no pretende ocultar que el tema ribereño había despertado tempranamente el interés de algunos artistas: baste citar a este propósito las celebradas acuarelas realizadas en 1841 por Carlos E. Pellegrini que tienen un carácter precursor incuestionable, tanto como que E. de Martino, Manuel Larravide y Justo Lynch buscaron en él, motivo de inspiración para sus realizaciones artísticas. Sin embargo, a esa altura todavía no estaban dadas las condiciones para que el fenómeno eclosionara.

Y en ese contexto de maduración, se produce la aparición de un artista italiano nacido en Diécimo, provincia de Luca que ha realizado su formación en algunos de los mejores centros académicos de su país.

Precursor, maestro y figura emblemática, su nombre quedará ligado indisolublemente a La Boca, donde nunca vivió, pero transcurrió sus mejores jornadas.

Este italiano llegado al país para realizar un proyecto de vitrales religiosos que nunca se concretó en el año 1897, por esos avatares de la suerte detrás de los cuales se esconde a veces la mano del destino se aproximó al riachuelo boquense acicateado por el descubrimiento de una nueva luz, e impulsado por su afán artístico se convirtió en el fundador de su arte naciente; le dió consistencia a sus líneas fundamentales impregnándolas de esa modernidad que recibieran en su formación académica de los cursos de Lucca, Florencia y Roma y hasta marcó el límite de su alcance, ligándolo de un modo unívoco a necesidades espírituales y psicológicas profundas que estuvieron siempre más allá de las simples rupturas formales que impuso el camino de las vanguardias poco tiempo después.

A. Lazzari traía un bagaje de saber que hundía sus raíces en el Renacimiento de los siglos XV y XVI y convencido de la solidéz de sus planteos, fundó una estética que siempre buscó convertir lo efímero en eter- no y no al revés, como lo sugieren tantos planteos artísticos nacidos durante el siglo que acaba de expirar. Comenzó a enseñar en una academia particular que funcionaba en el barrio en el año 1903 y rápidamente. afirmó su prestigio; desarrollaba cursos nocturnos de pintura, dibujo, cerámica y escultura. Cordial, locuaz, de carácter firme y convicciones republicanas muy arraigadas, estaba dotado de una virtud peculiar, que Quinquela particularmente se ocupó de destacar; respetaba la libertad del alumno, lo que era raro en un profesor de academia; sostenido en esa cualidad cumplió cabalmente su alta misión de maestro. De su enseñanza nacieron algunos de los grandes maestros lugareños, tales como Benito Quinquela Martín y Fortunato Lacámera, sin olvidar que Miguel C. Victorica y Thibon de Libian recibieron frecuentemente sus consejos.

Como lo decimos más arriba, A. Lázzari afirmó la tradición que dominó la estetica lugareña; el núcleo del arte boquense se inscribe en el mundo de la representación entendido en el sentido más amplio; desde el naturalismo poético de su fundador hasta el ingenuo y sutil romanticismo de su último gran represen- tante, J. L. Menghi e incluye desde el sintetismo metafísico de Víctor J. Cúnsolo hasta la severidad con- structiva de M. Diomedes.

La hipótesis que mejor da cuenta a mi juicio de ese carácter dominante es que solo el arte de la Escuela de La Boca guardó una ligazón unívoca con la vida colectiva toda: como en ningún otro caso, el arte boquense constituyó la expresión plástica del sentir de todo su pueblo, y el mirador privilegiado por medio del cual se recuperó el imaginario país ultramarino definitivamente perdido con la inmigración; en ese sentido puede decirse que se desarrolló a partir de una grandiosa fantasía colectiva que cobró forma plástica en torno al Riachuelo, por lo que su declinación coincidió más tarde con la melancólica certeza de su crepúsculo.

Inclusive cuando después de finalizada la primer guerra mundial distintos artistas europeos se replantearon la redefinición del hecho estético, volviéndo a emerger la tradición plástica vinculada a la herencia figurativa -hecho que en la historia del arte contemporáneo se conoce como de retorno al orden- el impacto no repercutió en la redefinición del arte boquense, porque en ese entonces, desde su propio interior el impulso que como grandiosa correspondencia encontraba el estímulo de la vida espiritual y física nacido de la fusión del trabajo y las múltiples imágenes se encargaba de revitalizarlo constantemente. Quizás en la imcomprensión de este fenómeno, al que se agrega la obstinada consideración crítica que perte exclusivamente de presupuestos estilísticos se encuentra la razón de su injustificada postergación. Ese carácter de experiencia vital, ligada al desarrollo de la vida en su conjunto -al modo que se dió en toda la historia del arte hasta la irrupción de las vanguardias, en lugar de situarla en confrontación con los ismos emergentes, la aisló en la consideración adecuada, remitiéndola una y otra vez a la valoración de algunos de sus representantes más notables, pero descontextualizándola de una percepción comprensiva, pesada herencia que es fruto amargo del papel central y negativo que desempeñara históricamente la crítica de canónica, llámese ésta José León Pagano que la ignoró al diseñar su esquema de comprensión del arte de los argentinos desde sus orígenes hasta la contemporaneidad de entonces (1937) o Julio Payró que en el año 1940 intentó en la revista Sur (N° 67) una airada refutación de ese arte inmigrante. Afortunadamente a esta visión negativa le sucedió una mucho más comprensiva y valiosa que a pesar alguna limitación perceptiva y a un intento desafortunado de dividir a sus representantes más caracteriza- dos en dos líneas de dispar valoración aproxima al arte boquense a su verdadera cualidad; Osvaldo Svanascini en un estudio crítico publicado por la editorial Viscontea en 1965 titulado "Un mundo en un barrio❞ describió como nadie hasta el presente ese elemento inefable que designo como “atmósfera boquense".

Por último, mucho más cercano en nuestros días (1988) otro crítico reconocido terminó de reconciliar la verdad con la historia boquense al manifestar en un prólogo del maestro Alfredo Lázzari que la Escuela de La Boca (era) “...esa escuela que en el Río de La Plata alcanzó ribetes fundamentales".

Como colofón podemos decir que en Francia repararon ya hace muchas décadas la injusticia que se había cometido con los "hombres que no se cambian la ropa" que formaban la Escuela de Barbizon; en cambio, entre nosotros, falta que transcurra un tiempo impreciso para que se reconozca suficientemente el aporte fundamental la Escuela de La Boca realizó al arte nacional en su conjunto.


 

  1. Hablo de Escuela en un sentido etimológico, para referirme al conjunto de caracteres que en arte nan y distinguen de las demás, a las obras de una época y región determinadas.
  2. Agustín Rivero Astengo comentando con Antonio Busich una obra de este decía "... sus libros se bus- carán para rastrear la historia artístico literario Boquense, que es, como usted agudamente señala, nuestro barrio latino, con sus particularidades irrepetibles en cualquier otro lugar del mundo".

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