A veces la nostalgia nos empuja sin remedio aun sabiendo que no es lo que deseamos hacer. Por eso me fui al Rastro a sabiendas de que ya no era el mío. Que ya no era el reino de lo asombroso. El tornado semanal que había mezclado tesoros con miserias. Tazas de té con zapatillas. Pobreza con orgullo. Unión con individualismo. Lo inútil con lo bello. Un caos perfecto orillando ríos vivos de dos direcciones. Aún queda algún destello entre los puestos “de nuevo” y permanecen también, sentados en una silla ante su mercancía espléndida, esos patriarcas gitanos de perfil grave y mirada poderosa, ambas manos apoyadas en su bastón que, como un cetro, delata su estatus. Fue lo primero que conocí de Madrid y desde aquel domingo fui una asidua. Curiosa como un gato callejero, que husmeaba entre libros, cacharros, ropa y quincalla en aquel mundo diferente, con la misma ilusión de descubrimiento que tenía cuando visitaba un museo. Llegó el momento que les conocía y me conocían. Con frecuencia me sentaba con ellos en el bordillo de la acera, al lado de la manta raída y estampada por los avatares y la humedad, para charlar o ayudarles a vender. Y aunque nunca me ha gustado el vino, compartía su vino peleón áspero y un poco acre, bebiendo “a gollete” de una misma botella que pasaba de mano en mano como signo de generosidad y unión. Subíamos la voz diciendo “agua” lo que alertaba de la llegada de la policía y que así los más humildes que no habían pagado la pequeña cuota, pudieran recoger su diminuto montón de cosas inútiles y evitar la multa. No importaba las miradas de reproche de la autoridad. No importaba que no los conociéramos. Eran uno de nosotros.
En ese Rastro. En el antiguo Rastro. En mi Rastro, entre muchas, muchas cosas. Compré un documento antiguo bastante deteriorado por el tiempo, la humedad y la incuria, que resultó ser un documento realmente-nunca mejor dicho- espléndido. Es un privilegio concedido por Felipe IV a una casa “a la malicia” –que no tiene nada que ver con lo que están pensando- en la calle Huertas de Madrid. Me voy pronto y camino despacio por las calles de ese Madrid de los Austrias de color sepia oscuro y olor a tiempo. Llegó a la Plaza Mayor. Me detengo ante la Casa de la Panadería. Es la más hermosa del rectángulo con su decoración mural centrada en nuestra diosa Cibeles, donde José García Nieto, poeta grande, escribió buena parte de su obra en el último piso. Como siempre, me paro un momento para ver la estatua de Felipe III aunque nunca se digna mirarme. Me fijo en su hermoso caballo que sí nos mira con ojos serenos, grandes y comprensivos. También un poco tristes, quizá por haber sido la tumba de tantos pájaros que iban penetrando por su boca sin poder luego encontrar la salida. Cuando se descubrió esto, solucionaron el problema sellando con metal la traicionera entrada. Pero he dejado pendiente el tema del documento real, ese firmado con un grande, lacónico y contundente: Yo El Rey.
Las casas a la malicia, fueron la consecuencia de un edicto real de Felipe II, cuando en 1561 trajo la corte a Madrid. Aquel poblachón de calles polvorientas, de manolos y chulapas, de desmontes y huertas, carecía de hoteles y sólo alguna posada de poca calidad servía de aposento a los viajeros. En realidad no se necesitaba más. Pero con la decisión del rey, los 30.000 habitantes que Madrid tenía, a los tres años se convirtieron en 100.000. Funcionarios de la corte, arribistas, nobles, la Guardia Real, médicos, boticarios, embajadores, componentes del ejército, truhanes y una nube de menestrales, necesitaban alojamiento. Había que acabar con el problema. La solución fue ordenar que el dueño de toda casa de dos pisos o más, tenía la obligación de ceder una planta para que fuera dedicada a ser alquilada, por un alquiler bastante módico, a los recién llegados funcionarios del rey. Era la llamada Regalía de Aposento. Había que obedecer. A pesar del estipendio monetario, tan complicado de cobrar, la incomodidad que suponía a sus dueños por la reducción de espacio y la falta de intimidad porque no había posibilidad de independizar las viviendas, empujó al madrileño a busca una salida. Pasan los años y los nobles empiezan a construir caserones y palacios cerca de la residencia de los reyes y los dueños de terrenos ven encantados cómo su capital aumenta con la venta de las casas que construyen. Esta es la causa de que se relajase un tanto la vigilancia de aquella obligación, lo que el ingenioso madrileño aprovecha para servirse de los desniveles de las calles, poner en sus fachadas las ventanas, ventanucos y puertas en un calculado desorden y variedad de tamaños que impiden ver con claridad cuántos pisos hay o jurar que la planta baja es el establo o que el último es un desván o un pajar. Y cuando construían una nueva, retranqueaban el último piso de manera que, por lo estrecho de las calles, este no pudiera ser visto. Estas son las casas llamadas “a la malicia”, es decir, con trampa. Actualmente solo quedan tres: en la calle del Conde, del Toro y Mancebos. Y en el bajo de una de ellas han abierto un restaurante que orgullosamente exhibe como nombre “CASA A LA MALICIA”.
Pasado el tiempo, los reyes empezaron a suavizar el edicto y cuando su dueño ayudaba al rey en algún asunto o hacía las adecuadas donaciones para obras de mejoras en la capital, era eximido de su servidumbre mediante un elaborado y largo documento de varios folios en el que especificaba la concesión de “Excepción y Libertad Perpetua de Huésped de Aposento así como las Casas de malicia por su difícil partición………”