Novela por entregas

¡CHIHUAHUA! Entrega XVIII

portada chihuahua -Miguel Mosquera Paans

El sujeto se internó hacia al mercado donde reparó en un conocido, y yendo directo hacia él sin ser advertido, dándole un efusivo golpe en la espalda lo saludó.

—¡Vaya, huevón! —cumplimentó Chavo, el hijo de Lupe—. ¡De modo que es aquí donde compras lo que después presumes como trofeos!

El recién llegado metió la mano en el bolso y comenzó a tirar de las prendas recién adquiridas por Poncho, logrando que este se encendiera de ira y vergüenza.

—¡Deja eso quieto! —ordenó el abordado—. ¡Nadie te ha dado permiso! ¡Lárgate ahora mismito si no quieres que te...!

—¿Que te qué? —preguntó burlón Chavo, quien había hallado hacienda y ocupación en el narcotráfico de la ciudad fronteriza—. ¿Te crees que aún estamos en aquellos tiempos en que tenía que aguantar tus chingadas?

Poncho le arrancó de las manos el asa que había tomado y enfurecido se dirigió a la salida para regresar a su casa.

Llegado al apartamento, en la intimidad de sus aposentos privados y ya desnudo, el comprador compulsivo se relamía de gusto probándose todo un pase de trapitos ante el espejo sin poder evitar empinar su herramienta, que a punto de estallar regó incesantes millones de espermatozoides, como si estuviera poseído de una espermatorrea convulsa e incontenible.

Cuando rematando el desfile ya no le quedaba ninguna prenda nueva por modelar, con los huevos tan vacíos como saciado, se hundió perplejo en su nueva faceta de travestido, deprimiéndose por  momentos ante la perspectiva de haberse convertido en un mariconazo sin solución. ¡Y todo por culpa de Carmela! 

Tirado sobre la cama y ataviado aún como una puta barata de película porno, Beny se sobresaltó al oír el timbre del teléfono. Era su papá anunciándole que llegaba de un agradable vuelo doméstico directo de la línea Interjet procedente de Ciudad de México, rogándole que enviase a Ernesto al volante de la limusina para recogerlo. Don Benito, tras realizar las oportunas gestiones para obtener un visado a su prometida y luego de un cómodo vuelo transatlántico, acababa de tomar tierra al sur de la ciudad, en la terminal del Aeropuerto Internacional Abraham González.

El heredero se apresuró a adecentarse ocultando  su valioso ajuar bajo el colchón, mientras a gritos mandaba al chófer que fuera a buscar a sus papás y a su prometida.

Lupe, empleándose a fondo en las tareas domésticas, no pudo evitar oír la orden de Poncho, llenándole de alegría la noticia. Su querido señorito tenía prometida e iba a conocerla. Con toda seguridad su ausencia era, y no otra cosa, la causa de su pesar.

—¡Claro, no podía ser de otra manera que la añoranza lo trajera consumido! —musitó para sí la criada—. ¡Esta juventud ya se sabe, son incapaces de soportar las ausencias! ¡Menos mal que es eso lo que tanto preocupaba a mi chiquitín!

Cuando María, grácil y sobria, atravesó en compañía de los señores la puerta del apartamento de su novio, la tata no pudo contener un gesto de emoción, admirada por el buen gusto mostrado en escoger a su futura esposa.

Con la boca tapada por la mano, intentando reprimir su iluminado rostro, la fiel sirvienta se apresuró a agasajar a la prometida sin escatimar elogios, tanto para ella como para él, haciendo votos de desearles toda la dicha del mundo.

Por el contrario, Poncho se sentía ahogar. Acababa de perder su independencia y esa maravillosa soledad que le permitía los más íntimos disfrutes, por más dudosos que fueran. Además quedaba de nuevo expuesto al acoso de aquella mujer de aspecto inocente, que semejaba llevar las hambres desbocadas desde el principio de la Creación.

Por si no bastase se planteaban una serie de problemas domésticos como dónde ocultaría a partir de ahora su excitante atalaje o en qué lugar dormiría María. En su estudio por supuesto no. ¿Qué dirían sus amistades de llegar a sus oídos que los prometidos cohabitaban bajo el mismo techo? ¡De ninguna manera! El novio tenía claro que eso no sólo contrariaba de manera tajante las más enraizadas costumbres sino que además lo exponía a acabar en boca de todos.

En su imaginación ya escuchaba el rumor de fondo de toda aquella acaudalada, elitista e intransigente minoría de elegidos para sentarse en la cima del país, despellejándolos a él y a toda su familia, arrinconándolos en la esquina de la indolencia y postergándolos a la más banal marginalidad del populacho arrabalero, condenados a ser escoria social. 

De modo que sin perder tiempo, antes siquiera de saludarla, se apresuró a reprochar a sus papás  el desatino de haberla acercado a su apartamento. ¿De qué serviría su casta española y la virginidad conservada incólume hasta el altar, si sus propios padres la ponían en evidencia al traerla a la vivienda de un hombre soltero?

Visiblemente aturdido, el papá de Beny coincidió en la sagacidad de su vástago. Desde luego, en ningún momento se había parado a pensar en las consecuencias de tan negligentes actos. Por supuesto, su mamá no dudó en dar toda la razón al pretendiente, que entre gritos airados invocaba el respeto al más estricto costumbrismo. 

A Ernesto le atufaba de lejos que el señorito tenía otros planes en el corazón, por no decir en la entrepierna. Por más iracundo y caprichoso que fuera, en los días de su vida había hecho una defensa tan vehemente de las reglas establecidas por la más vernácula identidad, antes bien, se había pasado toda norma por el arco del triunfo cada vez que la ausencia de sus padres se lo hubo permitido. 

¿Cuántas veces tuvo que llevarlo a regañadientes, bajo una tutela impuesta por su progenitor, a algún lupanar donde aliviar su empuje adolescente, mientras a todos los efectos constaba que lo conducía al instituto? ¡En cuántas ocasiones Ernesto lo había recogido del suelo en mitad de un charco de vómito de tequila, con la inconsciencia entremezclada de babas colgándole por la boca tras completar la ronda por los establecimientos de alterne, antes de que su papá se enterara de que su aplicado sucesor se dedicaba a cualquier cosa menos a estudiar! 

El chófer había mamado en primera persona el recorrido por todos los antros de la ciudad en tantas ocasiones que podría perfectamente pasarse a guía turístico. ¡La de noches que mediara en más de trifulca de Poncho en el Bar Don Quintín, propiciada por su cerebro rebosante de una combinación explosiva de cócteles nacionales y extranjeros, mientras se desgañitaba profiriendo amenazas al ritmo del más taladrador pop rock en vivo, como sucediera la vez que arrambló con toda la banda del escenario tras invitarlo a cantar para que se tranquilizara. O aquella otra ocasión en que hubo de bucear por debajo de las mesas de La Mulata, donde la suave música lounge y dance entremezclada con el imperceptible murmullo de la concurrencia que charlaba relajada con un Martini no fue suficiente para amortiguar sus gritos embebidos. En aquel establecimiento, cuya publicidad ofrecía ser ideal para ver y ser visto, el tarambana se coronó por la memorable merluza que lo empapaba hasta la médula, aterrizando en el suelo en medio de una discoteca cuya clientela de importantes empresarios mexicanos establecidos en Texas le recriminaron con el más absoluto desprecio su falta de discreción. 

 

Continuará...