Novela por entregas

¡CHIHUAHUA! Entrega XVI

portada chihuahua  -Miguel Mosquera Paans
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La indígena intuyó en el gesto de su amo que algo no iba bien. Poncho no era el de siempre: él, que invariablemente se revelaba extrovertido y espontáneo, tanto para lo bueno como para manifestar sus puntuales explosiones infantiles de ira incontrolada, se mostraba ahora taciturno e introspectivo. Durante esta última estancia en el Viejo Continente debió suceder algo que causó un hondo pesar y una profunda impresión en su querido niño, que sin remedio le había agriado el carácter.

Intentando exhortar la más mínima o infamante duda sobre su inclinación sexual, pese a juguetear inconsciente con la prenda de su pasión efímera y fracasada entre los dedos, Poncho se convencía de que, de haberle sido propicias las circunstancias, con certeza hubiera cumplido con aquella hembra como cabía esperar de un macho de su condición y abolengo.

Desconcertado, con delicadeza extendió entre sus manos la braga de Carmela. La observaba fijamente mientras por el cerebro se le pasó la tentación de calzársela para sentir la mayor proximidad posible con aquella deseada mujer cuando, al percatarse de lo que estaba discurriendo, repugnado arrojó con furia la prenda al suelo.

¡No podía ser! ¡Cómo podría habérsele cruzado por la imaginación una idea tan aborrecible! La sola mención le producía repulsión. ¡Cómo a él, un machote de los pies a la cabeza, podía siquiera fantasear con un pensamiento tan nauseabundo!

Por momentos se sentía cenagoso. Contemplando el poblado bello de sus brazos se preguntaba cómo un hombre así podría travestirse. En un gesto reflejo se pasó la mano por encima de la boca para comprobar que no se le hubiera caído su espeso bigote, símbolo innegable de su virilidad, verificando con alivio que rascaba al tacto.

Probablemente aquel desbarajuste era fruto de la fatiga del viaje. Demasiadas horas de avión en un vuelo intercontinental, además del coche para ir de la capital hasta su apartamento.

El indiano, sereno ya ante tales razonamientos, tomó con delicadeza la pieza de ropa y la colocó con esmero bajo su almohada, especulando con la esperanza de que el tenue aroma que aún exhalaba le permitiría sustentar un invisible hilo que lo mantuviera unido a su venerada diosa.

Al fin Poncho se acostó rendido por el cansancio del desplazamiento, la diferencia horaria o sencillamente porque era de noche. Sin embargo su sueño se vio turbado por angustiosas pesadillas en las que se veía convertido en una prosaica, horrible y velluda maritornes, acosada por unos facinerosos que intentaban violarla. 

Exaltado y sudoroso, en varias ocasiones despertó asustado por lo vívido de aquellas experiencias oníricas, más intensas y reales cada vez que se amodorraba, llegando incluso a explorarse el ano para certificar la virginidad de su orificio.

Tanto llegaron a impresionarle sus fantasías que optó por permanecer despierto para combatirlas. Pero hallándose ocioso, acicateado por un nuevo sentimiento morboso en el que la curiosidad comenzaba a consumirlo, decidió desnudarse y enfundarse las bragas.

La reacción no se hizo esperar, sintiendo su miembro con la más dura consistencia jamás experimentada. Mirándose al espejo se excitó de tal manera que le bastó tocarse un pezón, fantaseando la autocaricia de una mujer sobre su seno, para proponer una monumental eyección que, a juzgar por su intensidad y volumen, calculó rondaba el doble de espermatozoides que lo habitual.

Cuando finalmente recuperó la noción de quién era y lo que estaba haciendo se observó nuevamente, en esta ocasión confundido por el deleite que le procurara su incipiente y recién estrenado travestismo.

Lupe también daba vueltas en la cama sin conciliar el sueño, preocupada por el estado de ánimo de su chiquitín. A lo largo de toda su vida había llevado a cabo los más encomiables sacrificios para que Poncho gozase del mayor bienestar, hasta el extremo de ser, no sólo su máxima preocupación, sino el único interés de su existencia.

En medio de tantas inquietudes la criada pudo distinguir con claridad el sonido de la puerta del vestidor del amo. Seguramente él tampoco dormía. La asistenta rememoró noches  incontables a los pies de la cama, velando su sueño infantil cargado de pesadillas, mientras la señora Concha se entregaba sin escrúpulo a los brazos de Morfeo. Evocadora, revivió las ocasiones en que un Ponchito lloroso se le aferraba al cuello suplicándole que no lo dejase solo en aquella inmensa habitación, e implorándole que no lo abandonara le aprisionaba un dedo con su manita para asegurarse su compañía, en tanto ella lo arrullaba con nanas susurradas para tranquilizarlo hasta que se durmiera.

La nativa volvió a escuchar el sonido de la puerta del armario del indiano y, en un acto reflejo, saltó de la cama para comprobar si, como en un pasado, su querido señorito necesitaba ayuda. 

En zapatillas y acomodando su larga trenza sobre el camisón, la tata apenas rozó con los nudillos solicitando permiso cuando ya abría la entrada. Beny se volvió hacia el umbral bramando con un atronador alarido que de ninguna manera pasara. Lupe se quedó de piedra con la puerta entornada, entreviendo al señorito ejecutar un baile inverosímil en el que parecía desnudarse o lo mismo calzarse unas bragas, arrancándoselas entre sudores fríos antes de ser advertido de aquella guisa por el servicio.

—¡Márchate! ¡Ni se te ocurra entrar! —aullaba el señoritingo desesperado—. ¡Vete y cierra esa maldita puerta!

El criollo tiró con tanta fuerza de la muda que le quedó en la mano hecha un guiñapo a la par que perdía el equilibrio, yendo a darse de bruces contra los pies de la cama, manchándose todo con abundante flujo que manaba de su nariz.

En un acto espontáneo se llevó un jirón a la herida intentando cortar la hemorragia, pringando de sangre los restos de su fetiche mientras en la zona de impacto afloraba una notoria contusión que transformaba su rostro en algo grotesco.

La fámula se retiró a sus aposentos más preocupada aún si cabe que cuando se acercó a la estancia, conjurándose con el firme propósito de vigilarlo para desentrañar el motivo de tanta aflicción, brindándole así una solución que devolviera la sonrisa a su adorado señorito.

Cuando el accidentado consiguió al fin detener la sangría pudo comprobar el lamentable estado en que había quedado su ansiado juguete sexual y, tendiéndose sobre la cama, preguntándose en un mar de zozobra con qué se travestiría a partir de ese momento, esta vez sí se quedó profundamente dormido.

Continuará...

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