Novela por entregas

¡CHIHUAHUA! Entrega XII

portada chihuahua  -Miguel Mosquera Paans
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Carmela estaba radiante. Pese a la reminiscencia revolucionaria de la inseparable gabardina que desentonaba con el resto del conjunto, a Poncho le pareció perfecta. Por un segundo creyó alcanzar un orgasmo mental por la contemplación del paraíso. Se frotó los ojos y enfocando la mirada se cercioró de que era aquella mujer lo que en realidad estaba viendo y no una aparición celestial.

Claro que el latinoamericano desconocía que la indumentaria del día anterior era su habitual seña de identidad, reflejo de sus inclinaciones ideológicas. Nada más la vio hermosa como a ninguna otra, arrebatadora e  inevitablemente irresistible, ignorando que Carmela no estaba ahí por casualidad sino tras haberle seguido con discreción los pasos a lo largo de su peregrinaje etílico por toda la población.

Beny se recreaba con la vista en la manceba cuando por su cabeza se cruzó la indignación, tanto por el trato recibido como por las consecuencias relativas a la merma sexual que comenzaba a experimentar. Además en medio de aquel jardín en que se había metido estaba María, sin duda harto más dócil, manejable y, aparentemente, con diferencia menos conflictiva.

En aquellas circunstancias el pensamiento del indiano divagaba ya a la velocidad de la luz entre la dual dicotomía de la tranquilidad doméstica que podría aportarle su prometida, por muy ansiosa y atosigadora que pudiera parecer, frente a la sed insaciable que añoraba yacer con Carmela. O quizá se trataba de un simple sentimiento de venganza, de reivindicación, o la necesidad inconsciente de una experiencia terapéutica que le remediara su inédita impotencia.

Por su parte la revolucionaria se debatía entre sus principios de no repetir semental, confrontados a la zozobra que le ocasionaba no haber catado a gusto su carne la noche anterior. Pero aunque no estaba del todo decidida a cobrarse su botín, ni por un momento vaciló en sacar sus mejores armas de seducción, al menos para propinarle un buen escarmiento a aquel proyecto frustrado de orgasmo.

—Ya se quedará con las ganas —mascullaba entre dientes para sí la ofendida—, y de paso que aproveche para enterarse que en los mejores escaparates se mira, se anhela, pero no se toca.  

El sudamericano, que ni sospechaba de lejos toda aquella realidad, no podía apartar de la gallega una mirada que transitaba de la más profunda súplica a la más oscura lujuria.

Cuando al fin el vapor de los licores pudo más que la voluntad y el cerebro, o vaya uno a saber si porque en el fondo el pobre infeliz estaba poseído de una convulsión hormonal, se fue directo hacia ella permaneciendo en pie como podía para, agarrándola por el brazo al más puro estilo que la naturaleza marca los impulsos del macho dominante, tirar de Carmen hasta situarla perpendicular a él y, sin darle un respiro, espetarle un adhesivo beso de tornillo con el que poco faltó para llegarle con la lengua al píloro. 

La joven, por un tris inmóvil dejándose seducir sorprendida, reaccionó de inmediato y, apartándose a la distancia de su brazo interpuesto contra el pecho de Poncho, le arreó un sonoro sopapo llamando la atención sobre él de todos cuantos en aquel momento se refrescaban en el pub.

El juarense miró tan desconcertado como avergonzado a su alrededor, dándole la angustiosa sensación de que un millón de ojos censores lo observaban recriminadores, a la vez que se sentía empequeñecer hasta la expresión del átomo, deseando con todas sus fuerzas que la tierra se lo tragara.

El grito triunfante del público que seguía un partido en el que la Selección Nacional acababa de meter un gol al visitante anunciado a bombo y platillo por la televisión del bar, vino providencial a salvarlo de tan embarazosa situación, volviendo el interés de todo el mundo hacia la pantalla.

El criollo aprovechó el fervor deportivo para solicitar la cuenta al camarero y escabullirse con la más absoluta reserva. Saliendo ansioso a la calle buscó en todas direcciones el paradero de  la moza, para comprobar que apenas se alejara hasta la clepsidra encastrada en la fachada lateral del edificio consistorial. 

Ausente, la muchacha se refrescaba la mano acariciando el espejo manso del agua que lustraba la superficie del aljibe, cuando reparó en la presencia del mexica a quien clavó una mirada iracunda, prometiendo un pulso reñido con aquel pisaverde que se le desmadraba.

Beny se fue hacia ella como un toro enfurecido, en tanto la joven se puso de pie de un brinco encarándolo en jarras, firme e inamovible, aguardando la embestida del follón. 

Carmela había transitado de los sentimientos encontrados a la más pura sed de reposición reivindicando, no ya la propiedad de su entrepierna, sino además el derecho al disfrute que aquel mentecato dejó pendiente, y resuelta a cobrarse la deuda antes de que al mejicano le diera siquiera tiempo a decir palabra, agarrándolo con fuerza de la parte posterior del cuello le incrustó los labios en los suyos, cabalgándolo a horcajadas con las piernas alrededor de su cintura, permitiendo que fuera la propia naturaleza estímulo sobrado para ponerle  firme el soldadito.

Pero el americano estaba más preocupado por el probable espectáculo que pudiera dar ante cualquier viandante que de otra cosa, e intentado zafarse de sus besos miraba desorientado hacia todos lados para verificar que aquella orgía no fuera advertida por nadie.

—No me extraña que no consigas nada —reprochó la amante que tanteaba a ciegas con su vagina el arma de Poncho—. ¡Es que no te centras, no estás a lo que tienes que estar!  Ven, vamos a mi casa, a ver si ahí le viene la inspiración a tu pajarito.

El criollo hizo una reflexión mental veloz y pormenorizada acerca de lo que significaría volver a su vivienda. Su imaginación pronto se vio desbordada por la figura del padre, un neandertal  al que no tenía muy claro si vestir de Pancho Villa o de Al Capone, pero sin duda diestro en el manejo del fierro. 

En su pantalla mental, el desdichado se veía baleado a tiros por un siniestro asesino que clamaba a gritos una satisfacción por su honor mancillado cuando, en un acto reflejo, sugirió a Carmela que estarían más cómodos en su apartamento.

—¡Ni hablar! —rechazó la joven—. ¡En tu piso no tengo condones ni supositorios vaginales! ¡No pretenderás que acabe con una infección de caballo o preñada hasta la médula! ¡Sabe Dios en qué jardines te habrás dedicado a regar, o el zoo de bichos que podrías dejarme metido junto a un proyecto de mejicanito!. ¡Si quieres que te dé marcha, tendrá que ser en mi casa!

El juarense evaluó que al fin en su alojamiento podría interrumpirlo también su papá, quien además de gozar de un infalible don de la oportunidad, tenía la mala costumbre de no llamar nunca a la puerta. 

Continuará...

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