Novela por entregas

¡CHIHUAHUA! Entrega VII

portada chihuahua  -Miguel Mosquera Paans
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Por un momento el calamocano parecía Juan predicando en el desierto: ninguna de aquellas escarnecedoras muchachas movió ni un músculo para prestar la más mínima atención a aquel charro acostumbrado a ser servido a la orden de ya.

El ricachón se impacientaba esperando respuesta, intentando al mismo tiempo mantener una vertical imposible que oscilaba entre la línea inclinada y el vaivén. 

A punto estaba de perder el equilibrio practicando la horizontal en público cuando Carmela, agarrándolo con toda la fuerza que pudo por la camisa, dio un tirón de él hacia sí evitando que se fuera de bruces al suelo.

—¡No deberías darle tanta estopa al cuerpo si no sabes mear! —le susurró retadora —. ¿O es que no sabes que cuando el vino revuelve el estómago, el cerebro se menea en el jarro?

Por un momento el mexica se sintió desconcertado, tratando de mantener el tipo que se le escabullía por el mismo sitio que el equilibrio. Entre sus costumbres y tradiciones nunca había encajado que una mujer osase recriminar a un varón por mucho que decidiera tomar. Un hombre podía beber cuanto quisiera, chingar cuando le apeteciera y, en definitiva, hacer lo que le hinchase un tanate sin tener por qué rendirle cuentas a ninguna hembra.  

Pero claro, en un fugaz soplo de lucidez el millonario recordó que se encontraba en España, donde todo era diferente. Las jóvenes se casaban para luego separarse sin necesidad de ningún permiso marital. Salían de marcha sin contar con el consentimiento de nadie, haciendo en definitiva de su culo un papalote y volándolo por donde quisieran. Por no hablar de las divorciadas, con diferencia bastante peores que las aztecas,  aplicadas luego a ejercer de “ex”, condición que las convertía en una carga bastante más pesada que aguantar a la parienta por muy cargante que se pusiera.

Y para colmo en España, puede que también en el resto del mundo pero sobre todo en España, un hombre podía repudiar a quien quisiera, a su mujer para tener ex esposa; al gato, al perro, al loro o a la portera, a todo excepto a la suegra, que por más rupturas que un desgraciado acumulase nunca tendría ex suegra, sino un rosario de madres políticas tan copioso como matrimonios hubiera contraído, condición harto más grave que luchar contra los elementos.

El mesoamericano fluctuaba entre sus convicciones relativas a la más castiza percepción del macromundo del hombre y el micromundo femenino, cuando sintió un terremoto desencadenándose en su bragueta. Carmen era atractiva a ojos vista y, a poco que la observara, intuía en ella a una flexible contorsionista capaz de llegar a los más inalcanzables paraísos, recodos y ritmos del placer. Y como a esas alturas el criollo pensaba más con la entrepierna que con la masa que debería tener entre las orejas, se lanzó a pecho descubierto dispuesto a meter toda la carne en el asador, nunca mejor dicho lo de la carne, y si no en el asador al menos sí en la cálida caverna genésica de la española.

Para ella resultaban obvios los escuetos pensamientos que pasaban por el cerebro simple del ajumado. De hecho la miraba fijamente, o al menos lo intentaba, con la boca abierta, la lengua fuera como un perrito faldero y alguna gota de baba asomando a la comisura de sus labios. 

La joven se preguntó por qué no, a fin de cuentas el mozo lucía fornido y no tenía ningún inconveniente en darse un homenaje. Lo único que la hacía vacilar era el lamentable estado del tenorio ya que, por muy dotado y gallardo que aparentara, tanto alcohol repercutía en función inversa proporcional a la capacidad de mantener el pabellón lo bastante alto como para no hacer un papelón.

Pero pese a que no tuviera la menor gana de pasarse media hora de toqueteo calentándole el motor fallido a tamaño botarate, la verdad es que por grande que fuera la villa, Carmela ya había catado una considerable tanda de sus badajos. Al menos sobrados como para descartar una parte del censo al no querer repetir partida, en tanto la otra mitad la rehuía dado el temor que infundía por considerarla harto relajada al ser siempre ella quien tomaba sin reparos la iniciativa.

Carmen era hija de una maestra medio amargada y de un mecánico que un buen día se autodiagnosticó asmático, considerándose desde aquel preciso instante incapacitado para el trabajo, dedicando a partir de ahí su jornada laboral a hacer vida social en el bar de la esquina, al calor de un vaso de vino.

No es que su padre fuera un borracho, que ya por la escasez de recursos o por roñosa cicatería nunca consumía más de una copa por la mañana y otra por la tarde. No, aquel hombre no era ningún alcohólico sino un vago consumado. Desde su sagacidad perezosa mantenía incongruentes controversias sobre el estado de las cosas con el  incauto que tuviera la desgracia de estar en mal momento apoyado en la barra del bar.

Leía y releía la prensa diaria sacándole punta a cualquier noticia, por intrascendente que fuera, o andaba en la luna de Valencia dedicado a mirar las musarañas. Cualquier cosa con tal de no trabajar ni aparecer por casa en un momento inoportuno en el que su consorte o hija pudieran censurarlo por una  holgazanería que él, con intachable dignidad, siempre escudaba tras el ahogo que suponía hacer cualquier esfuerzo, por mínimo que fuera, consecuencia de su terrible afección pulmonar.

—¡Pues vete al médico y que te dé un remedio! —le reprobaban indistintamente las dos mujeres—. ¡Más enfermos habrá de lo mismo que no mueren en el propósito!

—Lo que vosotras queréis es que me envenenen con alguna de esas medicinas que son malas para todo —se defendía el gandul—. Seguro que queréis enterrarme para vivir a lo grande de mi jubilación.

—¿Pero qué pensión dices, rufián? —protestaban las ofendidas—. ¡Si la última vez que trajiste un céntimo a casa fue a la caída del imperio romano!

Carmen vivía la más pura frustración con el ejemplar de padre le tocó en suerte, hasta que un día decidió revelarse contra todo: se adhirió a una asociación feminazi donde aprender con pelos y señales unos postulados ultraradicales que le permitieran mostrar sin remordimiento el mayor desprecio hacia su progenitor por su condición masculina, haciéndolo de paso extensible a todo sujeto que colgara un badajo entre las piernas.

Pasado este trance se afilió a un sindicato anarquista para enfatizar su desacuerdo absoluto con el mundo entero y parte del extranjero, y por el mismo precio odiar a cualquier mortal bendecido con un ascendiente mínimamente trabajador, etiquetándolo como niño mimado criado con cucharilla de plata, susceptible por lo tanto de todo tipo de arremetidas.

A la subversiva le traía al pairo la ideología. Incluso el ideario sindical le olía a régimen piramidal, hasta el extremo de considerar absurda la pretensión de conciliar tal axioma con la más genuina filosofía ácrata, llegando a la conclusión de que aquel circo no era otra cosa que puro canibalismo político.

Continuará...

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