Novela por entregas

¡CHIHUAHUA! Entrega XI

portada chihuahua  -Miguel Mosquera Paans
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Cabreado, caminando por el arcén en dirección al centro de Carballiño, la resaca se diluía dejando paso al hervor de sangre, al tiempo que al trote acabó por darse de bruces con la Plaza Roja y, de paso, con la discoteca donde comenzara su singular aventura. Y justo delante, estacionado al milímetro, permanecía incólume su brillante coche, como pudo verificar, con las puertas perfectamente cerradas. Sólo en aquel momento recordó que nunca lo había movido del sitio, acompañando a Carmela a pie hasta su apartamento.

Tras una rápida evaluación decidió que si actuaba aprisa evitaría enfrentarse a una falsa denuncia por lo que, sin saber muy bien qué hacer, sacándose el zapato golpeó con el tacón la ventanilla rompiendo el cristal, y por si no bastara arrojó con la mayor violencia el mando del vehículo al suelo, pateándolo hasta dejarlo por completo destrozado.

Fraguada la coartada se perdió por las callejuelas de la villa en busca de otro taxi que lo acercara de nuevo al cuartelillo.

Al franquear el despacho del oficial, luego de soportar la mirada despectiva del centinela, con grandes aspavientos se apresuró a comunicar el hallazgo de su auto en un estado lamentable.

—¡Ah, vaya! ¡De modo que el señorito ya lo encontró! —comentó cansino el agente  observando el pliego de cargo hecho un bollo en la papelera—. Sospechábamos que algo así sucedería.  

—¿No me irá a decir que esos papelotes son mi reclamación? —reprochó inquisitivo el indiano—. ¡Ni siquiera se han tomado la molestia de cursarla!—Bueno, las noches de diversión, ya se sabe…—razonó burlón el policía cargando una risilla maliciosa—. En cuanto a los desperfectos, supongo que bastará con dar parte al seguro. Si eso es todo, le sugiero que en el futuro se dé usted una vuelta para aclararse las ideas antes de dar por perdida su memoria.

Beny se marchó del cuartel maldiciendo la hora en que llegó a aquel lugar, el día en que conoció a Carmen e incluso el momento en que se le ocurrió poner el pie en el suelo de sus antepasados.

Por supuesto en esta ocasión el taxista tampoco lo esperó. Entre blasfemias farfulladas contra todos y contra todo, Poncho sopesó si se trataba de una costumbre local, por lo que en tal coyuntura, siendo él tan respetuoso con las tradiciones, no pronunció ni un solo insulto contra el transportista, y retomando el itinerario que mantenía aún fresco en la memoria, enfiló al estudio cedido por sus primos durante su estancia para darse una buena ducha, desayunar algo consistente y recuperarse, lo mismo de tan agotadora noche como de la tremenda tajada que se había labrado él solito, cuyos restos  aún bullían por su cerebro. 

* * * * *

Poncho descansó y al despertar intentó aclarar sus ideas. No sólo estaba harto de su estancia en España sino que se sentía moralmente hundido tras la humillación a la que lo sometiera Carmen.

En estas cuitas cavilaba cuando, como un huracán, entró su papá en el apartamento jaleándolo a que se fuera en busca de su prometida para cortejarla, llevándola del brazo por todo el pueblo.

Pero aquella mañana no tenía la más mínima gana de pasear a esa mujercilla pegajosa que a la mínima oportunidad aprovechaba para clavarle la lengua en el esófago, bañándole la boca de babas. ¡Ese día no! En cualquier otra ocasión estaría dispuesto a sacrificarse sin desmayo por la raigambre, pero en aquella hora en que su autoestima zozobraba, no se sentía con fuerzas para soportar tan lacerante vía crucis.

—¿Y bueno, qué le pasa a usted, güey? —lo increpó el padre—. ¿Es que acaso la muchachita no es lo suficientemente linda?

Pero el prometido no estaba de ánimo para juegos semánticos, por lo que dejándolo con la palabra en la boca dio media vuelta y regresando al dormitorio se tumbó en la cama.

Inquieto, daba vueltas sobre el colchón cuando escuchó un portazo denunciando el enfado con el que su progenitor marchaba.

El indiano observaba absorto y vacío la ropa que se mudara hecha un hatillo sobre la silla, en el instante en que reparó en el tanga de Carmela. Era de fino encaje, posiblemente de seda, calculó el mejicano incapaz de distinguir, no ya el rayón del satén, sino simplemente la estopa del algodón o la lana del lino.

Para cuando se percató, se recreaba olfateando el aroma que encerraba aquella prenda femenina, que por lo demás le parecía cada vez más estimulante.

—¡Ah, las bragas de la chingada! —musitó para sí refregándolas contra la cara—. ¡Esto sí que es un trofeo!

Excitado se levantó, y aferrando instintivamente la prenda interior se la llevó a la nariz mientras con la otra mano se frotaba los genitales. En apenas un suspiro se entregaba frenético a masturbarse, hasta llegar el punto en que hubo de detenerse porque no conseguía eyacular. Con la musculatura de las piernas por completo agarrotada y mirando con desesperación su inútil badajo, maldijo mil veces a Carmela con la misma intensidad con la que comenzó a desearla.

Aquella muchacha pasó a convertirse para el chihuahuense en una obsesión. Vaciló, caviló y al cabo decidió salir a buscarla. Recorrió toda la villa, bar por bar, buscando a aquella mujer que consideraba la razón de su existencia.  Pero cada cantina se convertía en una nueva frustración que apagaba a golpe de copa. 

Para cuando al fin llegó al último establecimiento del extrarradio que le faltaba por visitar parloteaba apoyándose en barras, sillas, mesas, y cuánto cliente estuviera lo bastante próximo o aburrido como para sostenerlo.

Poncho conversaba, o mejor dicho, barrenaba amargamente con un incauto sediento que cometiera la imprudencia de estar a su lado, evidenciando que por más que se esforzara en ahogar las penas en el alcohol, éstas pugnaban en un cursillo acelerado de natación sincronizada, cuando dando un giro con el equilibrio medio perdido se topó con los ojos de Carmen, quien jocosa llevaba un rato sentada a una mesa observándolo.

A diferencia de otras ocasiones, la sindicalista vestía un elegante pichi de fina pana verde bajo el que lucía una cálida camisola de moer. Complementaba el atavío adornándose de pulseras y colgantes con una discreción, delicadeza y elegancia en ella inusitada.  Incluso exhalaba un fino perfume floral, mientras su rostro se engalanaba de carmín y rímel, dejando pender de sus orejas unos hermosos zarcillos.

Continuará...

 

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