Novela por entregas

¡CHIHUAHUA! Entrega VIII

portada chihuahua  -Miguel Mosquera Paans
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En definitiva, a ella no le interesaba para nada la doctrina social. Su anarcosindicalismo apenas pretendía dar justificación a su personal apreciación y aprovechamiento del género masculino, nada más. Entre sus inquietudes no se incluía emplearse en tipo alguno de proselitismo corporativo ni mucho menos en persuadir a otras féminas para explotar un uso análogo de los hijos de Adán. Cuantas menos descarriadas hambrientas mejor: demasiadas libertarias reducirían su territorio de caza.

Por lo tanto, dejando al margen que no sentía por ahora atracción física alguna hacía las mujeres, los hombres se reducían a un objeto de usar y tirar, prescindibles en el planeta y, por descontado, de un sólo uso.

Eso la hizo reafirmar su imagen prescindiendo de cualquier perfume o colonia, sustituidos por higiénico jabón, que anarquía no significa suciedad, vistiendo con un aspecto de lo más informal, sin alejarse jamás de unos tejanos, suéter liso y bambas. Y si el frío o la lluvia arreciaban, guareciéndose con una gabardina eternamente arrugada que recordaba a la del teniente Colombo.

De ese modo fue como, desde aquel bendito momento de revolución y revelación, la feminista renació a una nueva experiencia vital que le permitía ordeñar y gozar a cualquier cabrón que se le pusiera a tiro, rompiéndole el corazón, las tripas y los cojones, todo ello después de haberlo disfrutado y sin sentir el más mínimo remordimiento. 

Queda manifiesto que era mucho más que los vapores etílicos de Poncho lo que chocaba contra el deseo de poseer a la progresista. Su anhelo borracho ignoraba por completo que aquella cautivadora mujer a la que observaba embobado había hecho añicos la seguridad de innúmeros aspirantes, cuya hombría había reducido a fragmentos de un espejo roto que apenas permitían intuir un antes y un después de Carmen.

Beny aún permanecía casi en estado cataléptico en medio de la pista de baile, con los ojos vacíos y la mirada perdida en aquella más que irritante pandilla de féminas cuando, harto de no obtener respuesta, dio media vuelta con evidentes signos de enfado.

—¡Mira las chingadas! —exclamó encolerizado el mexicano encaminándose a la salida—. ¡Seguro que no le darían chance ni al más pinche escuincle de este mundo!

—¿Eso crees? —preguntó Carmela con una sonrisa siniestra y desafiante—. ¿Y tú, serías capaz de satisfacer a una hembra?

Entre risillas maliciosas, la camarilla de brujas clavaba en aquel momento su mirada sobre el criollo malhumorado, conscientes de la fama que precedía a su compañera. La más misericordiosa opinaba que con aquel adefesio amonado no tendría ni para empezar.

Pero no era el corrillo de diablesas el único que en ese instante seguía el desarrollo de los acontecimientos. Del grupo que acompañaba a Poncho, la mitad habían terminado dipsomaníacos, otra cuarta parte alternaban el exterior con la estancia en un establecimiento psiquiátrico, y el resto tenían el miedo incrustado en el cuerpo. ¡Y todo por culpa de esa arpía de sonrisa cínica y fatal que ahora provocaba al indiano! 

Uno de aquellos desdichados se adelantó, por pura solidaridad, intentando sacar del berenjenal al ingenuo juarense antes de que fuera demasiado tarde y, tirándole de una manga, le propuso seguir de copas en otro lugar donde el ambiente fuera más benigno.

—¡No mames, güey! ¡Deja de jalarme el saco! —protestó Poncho sin poder apartar la vista del escultural guayabo—. ¿Qué no ves que la linda muchachita me está retando?

Incluso para el azteca había algo abstruso en el gesto de la fémina que hacía dudar entre la invitación y el desafío. ¡Pero qué importancia podría tener si la flamenca estaba dispuesta a todo!

Ante el cariz que tomaban las cosas, conscientes de que Beny era ya presa de aquella mantis religiosa,  los camaradas decidieron darlo por perdido, alejándose para evitar ser testigos de su ruina.

Las amigas aún permanecieron un rato en compañía de Carmen hasta que una de ellas sugirió a las demás salir a ventilarse, dejando a la pareja a solas para que pudieran entenderse.

No fue excesiva la distancia que tomaron, apenas tres mesas más abajo. Como espectadoras tras la barrera, las colegas de la cortejada se enzarzaban en una porra donde corrían las apuestas, afinando cuánto sería capaz de resistir el donjuán antes de hundirse en el tenebroso abismo del amor y desamor por Carmela.

El casanova se encontró cómodo. Libre al fin de la presión de tanta mordaz damisela e indiscreto chambelán, se sintió con coraje suficiente para iniciar un accidentado cortejo en el que, sin percatarse, la turbia jerigonza del alcohol fue dando lugar al lenguaje del alma.

La anarquista se sintió en algún momento seducida. Incluso por su cabeza asomó la fugaz imagen del juarense cantándole a la luz de la luna vestido de charro, aunque pronto se repuso de la peligrosa idea de engendrar el ínfimo sentimiento por aquella muestra de proceso fallido en la evolución que constituía el género masculino en general.

El conquistador se esforzaba por ser íntimo, amable y dulce, cuando sintió que la engatusada le atrapaba con la mano la entrepierna. Al indiano se le cortó el aliento por la impresión de la maniobra no esperada, aún menos en público, sin saber muy bien cómo reaccionar en mitad de la curda, ya fuera por estar en España o porque nunca había dado con una mujer que llevara la batuta. 

En medio del estupor del mexicano, Carmela aprovechó para tomar medidas de la dotación de criollo, calculando una ecuación mental por la que el tamaño de la tranca era inversamente proporcional a la estatura de su propietario.

Para cuando el petimetre quiso reaccionar, sus calzoncillos se colapsaban regados por trescientos millones de la semilla frustrada de prometedores Montero de la Casa Grande, simultáneo a que el miembro se le desinflaba sin remedio.

La feminista lo invitó entonces a ir a su casa para pasar el resto de la noche. Beny se mostró en principio remiso, no podía presentarse en casa de Carmela y bajarse los pantalones dejando a la vista semejante lamparón en la ropa interior. Pensó que si era capaz de entretenerla demorándose cuanto pudiera, si la fortuna le era propicia, para cuando al fin quedara en paños menores la mancha habría secado siendo imperceptible.

Poncho hizo lo imposible para retrasar el deseado encuentro hasta el punto de hacer perder la paciencia a la piropeada, quien comenzaba a hilvanar sospechas sobre la identidad sexual del mexicano.

Continuará...

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