Novela por entregas

¡CHIHUAHUA! Entrega V

portada chihuahua  -Miguel Mosquera Paans
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―¡Ni modo! Seguro que tenemos mucho de qué platicar ―contestó desconcertado el aludido, reprochándole por lo demás entre dientes—. ¡Menudo pinche suegro que me ha tocado! ¡Pos no me deja aquí solo con su hija, el muy hijo de la chingada!

Pero el americano estaba dispuesto a transigir: ni contrariaría a sus papás que habían elegido a la joven como su futura esposa, ni estaba dispuesto a poner en peligro la perpetuidad de su pureza racial simplemente porque aquel zoquete se le antojase el pendejo más pendejo de todos los pendejos que conociera en su vida. Más humillante sería arriesgarse en matrimonio con una mexicana que vaya usted a saber de qué indio podía descender. Exhortar tamaño peligro bien merecía ese o cualquier otro sacrificio, tal como establecía la costumbre.

En ausencia del padre, María se esforzó en acaramelarse cuanto le fue posible con su enamorado. No es que fuera tonta, ni por descontado excepcionalmente inteligente, pero tenía claro que no defraudaría a su progenitor ante aquella ocasión en la que la fortuna llamaba a su puerta.

Poncho llegó a sentirse acorralado entre tantas atenciones, recelando incluso que su futuro padre político no era tan pendejo como en un principio sospechó, sino por el contrario listo de más. 

La muchacha se le arrimó tanto como pudo, esforzándose en hacerle cuantos arrumacos le permitiese para, llena de aparente inocencia, rozarle los labios con los suyos. Para cuando el mexicano quiso reaccionar la moza le había metido la lengua hasta la garganta, llegando al extremo de que el postulante a consorte se sentía ahogar. 

El sonido del motor de un coche que estacionaba ante la vivienda hizo que la cortejada cesase el asedio. Asomándose a la ventana del salón, para Poncho fue un respiro comprobar que sus papás llegaban en el momento justo en que el anfitrión regresaba de su correría a bordo del recién estrenado deportivo.

El carpintero invitó a entrar a quienes serían sus consuegros para tomar un refrigerio, aprovechando para hacer las presentaciones y, ya puestos, la ceremonia de pedida.

Ya en el salón del domicilio el padre del aspirante sacó del bolsillo un voluminoso estuche conteniendo una aparatosa pulsera cuajada de estridentes topacios. María no había visto en su vida una gema de tamaño mayor al de una lenteja por lo que, cegada con sus reflejos, se creyó poseedora del más suntuoso brazalete de diamantes jamás engarzado.

La cosa a todas luces prometía, dejándose la galanteada caer rendida a los requerimientos del papá de Beny, con el más absoluto beneplácito del suyo.

Ante la visión de tan monumental joya, Luciano fantaseó con la posibilidad de recibir unas buenas friegas de atractivas nativas en alguno de los establecimientos regentados por  la familia del galán, y agarrando del brazo a su compadre lo llevó poco menos que a empujones hasta la cocina para, amparados en la reserva que aquella alejada estancia ofrecía a oídos indiscretos, solicitarle sin pudor que lo invitara a gozar de idéntica compañía de la que con seguridad disfrutaba él en sus muchos locales de alterne.

Aún pronunciaba la última palabra cuando su inminente pariente lo recriminó tajante con la indignación escrita en los ojos.

—¡Nada de eso!  ¡Las casas de baños nada tienen que ver con prostíbulos!—se apresuró a corregir el magnate—. Son establecimientos donde se ofrece higiene y la posibilidad de que las familias más desfavorecidas dispongan de instalaciones para asearse, dado que en sus viviendas carecen de este tipo de servicios.

Al potentado le ofendía la más ligera insinuación de que sus actividades estuvieran empañadas por la mínima sombra de duda. El empresario era un católico devoto como dictaba la más rancia solera y huía sin vacilación de toda labor hostelera que no fuera escrupulosamente aprobada por la Santa Madre Iglesia. 

El capitalista hacía aspavientos proclamando que su negocio se circunscribía a balnearios y respetables instalaciones hospederas pero nada de lupanares. Ni tan siquiera discretos moteles enmascarando ocupaciones más discutibles o turbias. A lo sumo cantinas que, pese a lucrarse vendiendo a los indígenas bebidas hasta la borrachera absoluta, salvaban su cuestionable proceder por el bienaventurado acto de dar de beber al sediento.

Enfatizando su intachable honorabilidad y sin dejar resquicio a la menor suspicacia, los inminentes consuegros se enzarzaron en un diálogo en el que el papá del prometido, llevando la voz cantante, imponía sus criterios con relación a la forma como se llevaría a cabo tan solemne ceremonia y, obviando el motivo de tanta discreción, fue en esta ocasión él quien empujó a Luciano a trompicones de vuelta al salón, donde sendas esposas se miraban en silencio saboreando galletitas e íntimas satisfacciones, por verse elevada en su categoría la una y por sentirse asegurada en su progenie la otra.

El padrino organizaba a voluntad soslayando cualquier opinión de su interlocutor, dejando entrever que su interés se ceñía a la que sería artífice de perpetuar su apellido, mostrando por lo demás carecer de mayor afán en ahondar en todo lazo que tras el casorio pudieran unirlos, considerando tanto la distancia geográfica como la económica y social que los separaban. De modo que una vez rematado aquel negocio no deberían esperar excesivo trato ni atención por parte de ellos.

El potentado sostenía sin discusión que el desposorio se celebraría por todo lo alto sin reparar en gastos. Tratándose del enlace de su único sucesor, semejante acontecimiento merecía tirar la casa por la ventana. Además el chaval era nada menos que un señor ingeniero, como prescribía el uso.

—Disculpe pero, ¿qué rama de ingeniería?—intervino inocentemente el lugareño, interesándose por la preparación de su futuro yerno—. Quiero decir, ¿ingeniero en qué?

—¡Cómo que en qué! —gruñó airado el muy botarate, incapaz de concebir un horizonte social más allá de poseer un título—. ¡Pues ingeniero de ingeniería de la universidad, por supuesto!

A partir de ese segundo incómodo desliz el carpintero permaneció embobado con tanto derroche, optando para evitar cualquier ulterior ofensa por encajar en mitad de la conversación alguna afirmación que el padre de Poncho daba por supuesta, demostrando que en el fondo le importaba un bledo el parecer de su anfitrión.

Bajaban el contenido de una botella de aguardiente a la par que el papá de Beny caldeaba cada vez más la conversación y la cabeza de su compadre, con un despilfarro que no le cabía en el cerebro.

Continuará...

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