Novela por entregas

¡CHIHUAHUA! Entrega III

portada chihuahua  -Miguel Mosquera Paans
photo_camera portada chihuahua - Miguel Mosquera Paans

Por lo demás se la veía equilibradamente desarrollada aunque, con franqueza, más flaca que la idea que había sacado de las fotos del correo. Pero aquello tampoco era relevante, ya se encargaría su futura suegra de rellenar los espacios que él considerase vacuos. No importa si con grasientos asados o con meloso postres, acabaría siendo tan rolliza como su futuro marido demandase. Esta práctica también entraba dentro de la más pura usanza.

La cortejada dio un repaso de arriba abajo al príncipe azul venido allende los mares para coronarla reina en una poderosa hacienda que, a juzgar por las fotografías, ofrecía unas dimensiones tan desproporcionadas que toda la casa de sus padres no abarcaba una superficie mayor al vestidor del dormitorio principal.

Por lo demás y para la gallega rozando lo secundario, Beny, Poncho o como fuelle de gaita le apeteciera llamarse, era dentro de lo que cabe aceptable aunque no precisamente demasiado alto. A lo sumo de un metro sesenta de estatura a ojo de buen cubero. 

El zagal remataba su cabeza con una espesa cabellera castaño claro en la cima de la sesera, que plateada con rubio ceniza a las sienes le daba un aire de sugerentes canas. Con ojos de color miel, no demasiado grandes quizá, aunque sí lo bastante despiertos. 

Pero eso sí, bien provisto de bello en los brazos y, a juzgar por lo que se entre veía junto al cuello de la camisa informalmente desabrochada, también era todo un hombre de pelo en pecho. 

De nariz algo gruesa, el resto de sus facciones no eran en particular dignas de mención sino más bien ordinarias, aunque llamaba poderosamente la atención una espesa mancha de color casi azulado que ocupaba el espacio del bigote, rasurado por completo, mientras en el resto de la cara no se apreciaba ni rastro de barba. 

Y por supuesto el intenso color oscuro de su piel, que a María le recordó el de los parias de la India que  recientemente había visto en un documental de la BBC. 

Valorados estos aspectos y como más tarde comprobaría, a excepción de ser chaparrito, en apariencia barbilampiño y su  tono tostado, era el vivo retrato de su padre.

¡Ah, pero el coche! ¡Vaya carruaje que se gastaba su futuro prometido! Sin saberlo por los mismos derroteros andaban en aquel momento padre e hija. Sólo el auto era ya de por sí suficiente para que uno consintiera sin reparo y la otra se rindiera al “sí, quiero” sin dudarlo.

El latinoamericano hizo una última apreciación antes de entrar invitado a la vivienda de la que ya había valorado como válida madre de sus vástagos. Desde luego no poseía su abolengo, dinero ni apellido; por supuesto no estaba emparentada con los de la Casa Grande, no yendo para él mucho más allá de una campesina acomodada pero, a carta cabal, era una española de pies a cabeza, la mujer perfecta con quien perpetuar su estirpe sin plantear la más mínima incertidumbre sobre su legitimidad racial.

Y por lo demás, ¿qué importaba si la moza lucía mejor o peor? Lo fundamental es que en México parirían hijitos suyos que mantendrían la distancia justificable con aquellos indios pendejos, que además de vagos no servían ni para chingar.

―Vamos, Pancho, ven a tomar una cerveza ―invitó la homenajeada―. Con este calor seguro que te apetece.

―¡Pancho no, María, me llaman Poncho! ―increpó el juarense indignado porque la más alejada sombra que atufara a indígena le rozara siquiera―. Poncho… de la familia de los Montero…

―Oh, vamos, no te ofendas ―cortó el señor Luciano que veía avecinarse otra vez el discurso del ignoto abolengo del millonario―. La muchacha está tan contenta de que al fin estés aquí que confunde las palabras.

Su futuro padre político perdonó la pedantería del candidato a yerno por lo bien provisto que lo veía,  a fin de cuentas, ¿qué más da que fuera de la familia de los Montero o de los Montaña? Con semejante deportivo, ¿realmente a quién le preocupaba su ascendencia?

Ya en el interior, el recién llegado presentó sus respetos al que sería su padre político sin escatimar elogios a María, a quien estaba convencido de tener completamente camelada.

―¡Querido suegro, qué gusto me da verlo al fin! ¡Y qué linda está María! ―exclamó Beny cerrando en tenaza su maniobra―. Ahorita ya vendrán mis papás para alcanzarme otro carro con el que regresar a la ciudad, ya que este auto que dejo aquí estacionado es para que lo maneje usted todo cuanto quiera.

Persuadido de que le había tocado la lotería, a Luciano le temblaron las piernas. No le pareció que su futuro yerno tuviera demasiadas luces, incluso después de la primera impresión consideró que le faltaba algún hervor, pero tampoco iba a perderse por vericuetos ni detalles intrascendentes cuando aquel regalo de Dios le caía del cielo: todo un hermoso deportivo para él solito. 

Y si las cosas salían bien, no sólo lo llenarían de dinero sino que incluso no tendría que seguir manteniendo a aquella cría del diablo con tanto capricho que parecía hija de rico, amén de perder de vista, cuando menos durante prudentes períodos, su estupidez supina y de paso a la madre, albergando la esperanza de que se desplazara en prolongadas temporadas a suelo azteca para cuidar a su adorado retoño, en tanto él podía ejercer de Rodríguez sin presión ni remordimientos.

No es que el carpintero no quisiera a María, que la quería, pero con frecuencia le sacaba de quicio aguantar sus tonterías. Aunque si había algo que realmente le trastornaba era el continuo rumor pregonado sottovoce en los mentideros de la aldea, afirmando que la zagala parecía estar en un punto de sazón tal que, si fuera vaca, habría que llevarla a cubrir. Eso cuando no circulaba la habladuría de su insaciable interés por conocer alguna parte de la anatomía masculina que, por el pudor propio de una población tan escasa como emparentada, los mozos procuraban exhortar argumentando todo tipo de excusas. De modo que si le descargaban de aquella tediosa custodia, haciéndole de paso el bendito favor de llevarse a su malhumorada mujer, todo ello con el bolsillo repleto y a bordo de un impresionante deportivo, para qué renunciar al paraíso.

―Si tanto la quiere que se la lleve ―musitó para sí Luciano―. ¡Y que se joda un poco el mexicano hortera este!

Llegados a este extremo ambos varones se colocaron en el punto equidistante de sus perjuicios, de manera que si el chihuahuense era incapaz de  apreciar a su alrededor otra cosa que pobreza, su futuro pariente nublaba la vista con un velo que a lo sumo le permitía contemplar a un zoquete indiano cuya ignorancia se compensaba con su cartera.

Continuará...

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