Novela por entregas

¡CHIHUAHUA! Entrega XV

portada chihuahua  -Miguel Mosquera Paans
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NoLa nativa sería unos catorce o quince años mayor que Poncho, lo que, pese a su semblante lozano, se evidenciaba en los platinos ríos de canas que surcaban su cabeza de bello bicolor, en contraste con el original negro intenso de su larga cabellera recogida en una trenza.

Tras cruzar la aduana se encontró con Ernesto dándole una calurosa bienvenida, luego de haber recogido solícito el equipaje. A pesar del volumen de las maletas, una de las cuales tuvo que apoyar contra su pierna para descubrirse la cabeza, con la gorra apretada entre los dedos y una enorme sonrisa de sincera alegría por su regreso lo saludó haciendo mil reverencias, sin por supuesto osar tomarse la libertad de estrecharle la mano.

—¡Bienvenido, señorito, qué bueno verlo! —se deshizo el chófer en alabanzas—. Lo veo a usted mucho más apuesto que cuando se marchó, si eso es posible.

Sin poder ocultar la emoción que la embargaba, a la asistenta le afloraban lágrimas de felicidad, y abrazándose al cuello del recién llegado, sin más ceremonias, lo colmó de maternales besos.

—Ahora que ha regresado estoy tranquila, señorito —aseveró la sirvienta—. Al fin puedo tener la quietud de que se encuentra usted bien.

Poncho casi tuvo que arrancársela de encima para no perder el equilibrio. Desde luego, últimamente su sino era ser sobado por todas las mujeres que menos le importaban.

Tras sostener solemne y ceremonioso la puerta para que el patrón se acomodara en el vehículo, Ernesto arrancó el motor de la limusina poniendo rumbo a La Cuerna.

—¡No, a casa de mis papás no! —corrigió Beny al sirviente—. Llévame al apartamento de la ciudad.

A la orden de su patrono, el chófer varió al instante la dirección hacia Ciudad Juárez donde Poncho era propietario de una vivienda, como todo lo que su familia poseía, de proporciones descomunales.

El conductor manejaba el automóvil hacia la autopista cuando el criollo volvió a enmendar el recorrido que, sorteando aquella vía, debía tomar la Carretera Federal 45. De nada sirvieron las achicadas protestas del criado argumentando que aquella calzada no sólo era demasiado accidentada sino que, ateniéndose a los límites de velocidad, supondría un viaje de entre tres a cuatro horas. El indiano rugió cansino y ausente que tanto el coche como el tiempo eran suyos, disponiendo de ellos como le daba la gana. Poco faltó para afirmar que también el conductor era de su propiedad, por no decir que hasta su alma le pertenecía.

Apenas recorridos unos cuantos kilómetros, el potentado amonestó al piloto por la velocidad a la que viajaban.

—¡Más despacio, Ernesto! —ordenó el indiano—. ¡Si tuviera prisa habría tomado un avión hasta la ciudad! Hoy como nunca me apetece disfrutar del paisaje.

El empleado hizo amago de protestar: era pleno mes de junio, el más caliente, y la temperatura exterior rondaba los cuarenta grados. Pese a que no se percibiera en la zona climatizada donde viajaban los notables, sí se acusaba de manera asfixiante en la cabina del conductor. Además, leyendo en el Heraldo de Chihuahua durante la espera en el aeropuerto, Ernesto se enteró de que aquel año se adelantaba el monzón y rozando julio ya habían comenzado las lluvias, temiendo que el recorrido acabara por convertirse en una odisea pasada por agua. 

El indiano no cedió ni un milímetro a las argumentaciones del servicio, cerrando sin más objeciones la mampara interior para no seguir aguantando la verborrea de Lupe, congratulándose de su felicidad y de lo lindo que veía al señorito Poncho.

El desplazamiento prometía ser lánguido para cubrir los trescientos cincuenta kilómetros que separaban la capital del estado con Ciudad Juárez. Ante los ojos de los viajeros se sucedían valles y serranías en un ambiente seco en el que, pese a la orografía de transición entre meseta y desierto, alternativamente se disfrutaba de la belleza de agaves, yucas, huizaches, guacamiles, zacates, peyotes, bonetes, hojosas y chaparrales espinosos en los tramos de tundra, en tanto hacia las zonas altas de las montañas lo mismo se avistaban pinos, encinas o madroños.

Así continuó el trayecto dejando atrás la ciudad de Samalayuca donde, ante la mirada perdida del indiano, discurrían las majestuosas extensiones del desierto que daba nombre a la población recién abandonada.

El chófer hacía lo imposible para atenerse estrictamente al límite máximo de velocidad permitido, mientras el viento del páramo azotaba el parabrisas cargándolo de arenilla. Circulaban en mitad de la polvareda cuando a la vista se abrió, rodeada de hermosas áreas naturales y paisajes de vida salvaje, una enorme urbe dividida por el imponente Río Bravo, mostrándose como un conjunto urbano pese a que el sector norte, por encima de la corriente fluvial, era en realidad la localidad estadounidense de El Paso.

La limusina alcanzó la entrada de la población sin abandonar la Federal 45. A la altura de la Glorieta Cuatro Caminos se incorporó a la Carretera Federal 2, dirigiéndose al Boulevard Óscar Flores en dirección sur, hasta llegar a la ruta de Casas Grandes. Desde ahí enfiló hacia la intersección de la Avenida Juárez con la Calle El Paso, donde el conductor anunció que habían llegado a destino.

Cuando por fin el auto se detuvo en el estacionamiento del edificio, Beny aguardó a que el chófer abriera la puerta para descender y tomar el ascensor, mientras el personal se quedaba a vaciar el equipaje para subirlo por el montacargas a su ático.

—¡Mira lo que haces, güey! —recriminó el millonario a Ernesto, a quien se le escurrió la bolsa de mano que custodiaba las bragas de Carmela—. ¡Presta atención a esa valija! 

Tras una morosa ascensión en el lujoso elevador, luego de atravesar la puerta del estudio, el indiano se sintió aliviado al comprobar que todo estaba en su sitio, tal como él lo había dejado. Al fin estaba en su casa, su castillo, el más seguro e irreductible bastión donde no sólo era el amo sino que gozaba de absoluta intimidad al carecer sus padres de llaves, además de estar su recámara vedada al servicio excepto que autorizase lo contrario.

Poncho ordenó a Lupe deshacer el equipaje, con la salvedad del neceser que contenía la prenda de Carmela. Sereno en su baluarte y ajeno a que la fiel sirvienta vigilaba siempre con preocupación sus movimientos, se propuso reflexionar sobre los últimos acontecimientos que de manera tan impactante habían enturbiado su existencia.

Continuará...

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