Novela por entregas

¡CHIHUAHUA! Entrega X

portada chihuahua  -Miguel Mosquera Paans
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A aquellas alturas, sus enmarañados pensamientos adquirían el cariz de aglomeración cósmica donde se yuxtaponían deseos y frustraciones: el alcohol, Carmela, la lividez de su verga, el calificativo de maricón... ¡Eso es lo que más le dolía! Bueno, eso y haber desperdiciado la oportunidad de darse el lote con semejante hembra.

Poncho oscilaba en aquel mar de incertidumbre cuando al notar que una gota le pingaba desde la nariz sacó un pañuelo para sonarse percibiendo, al expeler con fuerza, un denso olor a sexo: sin percatarse había metido en el bolsillo el tanga que Carmen le arrojó a la cara mezclado con el resto de su ropa interior.

El fallido amante analizó con detenimiento el fino encaje de la prenda e inhaló con los ojos cerrados su fragancia para, ausente de todo, sentirse a caballo del fetichismo y la perversión.

La megafonía del recinto lo arrancó de su ensueño. Se aproximaba el primer convoy matinal con destino a Compostela. Consciente de que no debía ser visto con tan deplorable aspecto, guardó la prenda antes de que nadie lo pillara ejecutando tan peculiares prácticas eróticas.

Levantándose del asiento en el hall aún desierto, oteó a través del cristal de una puerta intentando en vano localizar su coche en la explanada exterior, donde apenas transitaba un uniformado. A punto estuvo de  formular una queja sobre la sustracción del vehículo cuando se percató de que era un miembro de protección civil, cuya base de operaciones se levantaba anexa a la terminal.

Enojado tomó un auto de alquiler en la parada del tren y decidido ordenó al chófer que lo acercara hasta la comisaría donde denunciar el robo.

El taxista se puso en marcha hacia el cuartel de la Guardia Civil, desistiendo de darle conversación después del gruñido que le barruntó al querer iniciar una amena charla acerca de lo limpio que estaba el aire aquella madrugada.

—¡Claro, qué sensibilidad puede tener un tipo medio beodo! —reflexionó para sí el conductor—. Además, mira la pinta de cerdo que trae. Es que me toca cada uno... ¡Vaya mierda el turno de noche!

Llegando al cuartelillo Beny meneó la muñeca haciendo tintinear la gruesa pulsera de oro que la adornaba, sacudiéndole al conductor un billete de cincuenta euros por un servicio de apenas tres.

—Quédese no más el cambio —lo gratificó untando el carro—. Aguarde aquí, que ahorita ya regreso.

Tambaleando, el mexicano marchó hacia la puerta del recinto cuando se cruzó con una vaca que salía espantada a toda velocidad, eludiendo casi fortuitamente una cornada. El centinela apostado en el zaguán, lleno de inocencia explicó al recién llegado que el animal se había colado en los ajardinados del cuartel.

—¿Pero no se da cuenta de lo que acaba de hacer? —recriminó el criollo—. Dejando esa bestia por ahí libre podría provocar un accidente.

—¡Y qué más da! —atajó el cuartelero—. ¿No pretenderá que vaya ahora tras ella después lo que me costó echarla?. Ya la buscará el dueño si le apetece, que a fin de cuentas fue él quien la abandonó. Además yo no puedo moverme de aquí que estoy de guardia. Por cierto, ¿a usted qué se le ofrece?

Poncho le informó de que venía dispuesto a dar parte por un hurto: su vehículo había desaparecido. El centinela lo miró de arriba abajo comprobando su lamentable aspecto y con gesto escéptico lo invitó a entrar a la oficina donde otro compañero tomaría nota de la denuncia.

El guardia del interior lo ojeó con más suspicacia aún si cabe.  Semejante facha no anunciaba nada bueno: despeinado, con una sucia mancha azulada debajo de la nariz, la camisa arrugada, los botones desabrochados, el final del cinturón colgando por fuera de las trabillas... Seguro que era uno de esos beodos mejicanos que venían de vacaciones a España llenándose de licor como si fueran pellejos de vino y luego, ale, a armar la marimorena.

El responsable del negociado ya diera con más de uno de aquellos acaudalados aztecas que, por tener una abultada cuenta de dólares, se creían los amos del mundo.

—Pero esto no es México —recapacitaba para sí el gendarme—. Aquí no pueden venir a sobornar y corrompernos con un fajo de billetes, por mucho que este zopenco se lo haya creído.

Tras invitarlo a tomar asiento, el uniformado introdujo un pliego de denuncia en una vieja Olivetti que rugía desde el carril hasta las teclas.

—A ver, su nombre  y motivo de la denuncia —preguntó con desconfianza y desprecio—.

El demandante se desesperaba con la ineptitud mecanográfica de su interlocutor, quien se demoraba utilizando apenas los índices, incrustando el dedo hasta el fondo de cada tipo. Y por si no bastara, cada vez que llegaba al final del renglón, el carro de aquella antigualla prorrumpía el agudo sonido de una campanilla infernal que le taladraba su resacoso cerebro.

—Bien, veamos —preguntó irónico el policía—. ¿Dónde dijo que había dejado tirado el vehículo?

—¡Yo no he dicho que dejara el carro abandonado! —protestó el denunciante por la insinuación—. Le digo que me lo sustrajeron después de que marché…

—Ya, ya... —repuso con tono automático el mecanógrafo—. ¡Entiendo!

Beny lo estaba pasando realmente mal. A la sed de mil demonios y la sensación de tener la cabeza medio hueca, además de sentirse a punto de naufragar en  un océano de arcadas que amenazaban con llegarle a la laringe, se sumaba ahora el hastío que le provocaba aquel pinche pendejo de policía.

Cuando al fin terminó de soportar tan humillante toma de declaración, más próxima al  interrogatorio dispensable a un chorizo de poca monta que a un ciudadano de pro, para su desagrado descubrió que el taxista, harto de esperar o puede que por fastidiar, se había marchado dejándolo en el extrarradio de una localidad que conocía tan al dedillo como el desierto de Arizona.

Continuará...

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