Novela por entregas

¡CHIHUAHUA! Entrega II

portada chihuahua  -Miguel Mosquera Paans
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Los arcenes comenzaban a mostrarse patentemente más despejados. Ahora los árboles dejaban lugar a cercados de piedra enrejada o de tela metálica, guardando tierras de labor protegidas por canes que anunciaban la presencia de un intruso con ladridos cansinos, repitiéndose de perro en perro y de finca en finca, como si de un eco se tratara.

Al final del recorrido aparecían a la vista las primeras edificaciones, tras un cartel indicador que lo situaba ya en la patria chica de sus abuelos.  

El juarense venía lleno de certezas. En el fondo sólo se trataba del puro formalismo: conocerse en persona, ser lo suficiente simpático, engatusar a la incauta y llevársela de vuelta a Chihuahua. Ya se encargaría luego su familia de ponerla allá en vereda, aprovechando la distancia y el escaso apoyo que los suyos pudieran brindarle cuando se trasladase a vivir a México. Este procedimiento se ajustaba también a las más atávicas costumbres, por no decir que era puro folclore. 

El viajero se detuvo en el punto justo donde le pareció reconocer la pequeña vivienda de su futura prometida. Hacía tiempo que estaban en contacto por e-mail, y María le había enviado distintas fotografías suyas, de sus padres, su casa y la mascota, Pocholo, un indescriptible experimento genético, consecuencia de un cruce interminable entre los distintos perros vagabundos sueltos por el lugar, dando como resultado un can tan deforme que inspiraba lástima por su fealdad.

María era una joven más de la población, ni exuberante ni fea. Por generaciones su padre había heredado el oficio de carpintero, dedicándose las más de las veces a acondicionar las estructuras de los tejados de todo edificio que fuera necesario tejar o retejar. De hecho, prácticamente todos los techos del pueblo llevaban su firma.  El señor Luciano tenía unos ingresos aceptables que, unidos al salario de su mujer como cajera en un supermercado, les permitía vivir con relativa comodidad.

Por supuesto, nada que ver con la lluvia de millones que sudaba por los poros el papá de Beny, pero desde luego no podía decirse que en su entorno fuera ningún menesteroso.

Al percatarse de la presencia del formidable deportivo estacionando ante su puerta, el futuro suegro del indiano salió con los brazos abiertos a dar la bienvenida, a quien estaba más que dispuesto a que mezclara su sangre con la de su hija.

―¡Querido Pancho! ―se precipitó en un emotivo apretón―. Veo que no has tenido problema ninguno para llegar.

―¡Pancho no, Poncho! ―corrigió Beny con recelo―. En realidad ese es mi hipocorístico. Todo viene de un saco que usaba para dormir... Pero es una larga historia.

Beny se mostró manifiestamente contrariado por el calificativo. Llamarle por el apelativo de Pancho rayaba para él con la ofensa. Pancho es nombre de indígena y él era de la más pura sangre española. Para ser exactos, su verdadero nombre era José Benito Pérez López, hecho que no escatimó en argumentar a su futuro suegro. Incluso alardeó de pedigrí vanagloriándose de ser de la familia de los Montero, los de la Casa Grande del Valle de Arriba.

Al señor Luciano todo aquello le sonaba a chino. Haciendo recuento del vecindario, jamás había oído hablar de los Montero. Tal es así que, en un rápido recorrido por su mapa mental, no recordaba ninguna Casa Grande y menos aún cualquier Valle de Arriba, y eso que llevaba toda la vida residiendo ahí, hasta el extremo de que, su única ausencia, fue para ir a Zamora a prestar servicio militar. 

Además, resultaba casi imposible encontrar en toda la localidad una edificación que él no hubiera techado, por lo que cualquier casa grande le supondría la doble referencia del tamaño, pero también de unos ingresos superiores en comparación con cualquier otra vivienda.

¿Pero, qué más podría importar? Aquella alusión al supuesto abolengo sería seguramente algún capricho de niñato mimado, y a fin de cuentas poco le importaba su árbol genealógico. Lo único realmente fundamental es que, si la relación de su hija con aquel potentado prosperaba hasta el matrimonio, tendría más que asegurado su sustento sin tener que volver a dar un palo al agua en la vida.

El carpintero se recreaba pensando en largas tardes jugando la partida de naipes en el bar, fumando los puros más grandes que jamás se hubieran visto en la cantina, y saboreando copas del mejor licor a cuenta de su compadre, sacudiéndose de encima el tórrido calor estival, coincidiendo con una mayor demanda de reparación de tejados, luchando con la dicotomía de ajustar los presupuestos, haciendo más precaria la posición en la que debía desarrollar su oficio, siempre amenazado desde los andamios por el fantasma del vértigo.

¡De modo que si Pancho quería ser Poncho estupendo, y si le daba la gana de ser de la casa que le apeteciera, pues magnífico! ¿Para qué contrariar a semejante mirlo blanco?

Mientras el maestro de obras divagaba en aquellos pormenores, el pretendiente intentaba emplearse a fondo con temas recurrentes como el clima para ganarse la simpatía de su futuro pariente, en tanto que éste íntimamente clamaba a la corte celestial para que su hija apareciera de una vez, llevándose de paso al molesto moscardón que le impedía concentrarse en conjugar el pretérito pluscuamperfecto del verbo “dólar”, o cualquier otra divisa con la que estuviera dispuesto a agasajarle el opulento mancebo.

Caída del cielo hizo acto de presencia María con rostro ingenuo, saliendo hacia el portón de la verja dando saltitos aniñados mientras se estiraba el cabello, haciendo ademán de adecentar el vestido alisándolo con la otra mano. Se acercó al ansiado galán y, abrazándolo por el cuello, le plantó un beso sobre la mejilla tan sonoro como inocente.

El juarense hizo un rápido repaso a la prometedora joven: una hermosa cabellera castaña caía en cascada sobre su espalda en tanto ella jugueteaba con un rizo entre los dedos. En su rostro, las trazas de unos mofletes denunciaban una pubertad recién abandonada. 

Beny observaba con admiración su genuino semblante blanco al tiempo que se frotaba las manos entonando mentalmente su satisfacción por la autenticidad de aquella piel, cuyo tono casi níveo garantizaba la ambicionada pureza racial que esperaba para sus descendientes. 

Pero si había un rasgo dominante en aquel rostro que aún conservaba alguna peca infantil era las largas pestañas en forma de capota que protegían unos enormes ojos del color de las esmeraldas, además de unos sugerentes labios carnosos que prometían besos tan cargados de  ternura como de probable erotismo.  

 

Continuará...

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