Línea 6: historias circulares

Allí, donde hay luz

El trayecto que transcurre desde Puerta del Ángel hasta Pacífico consta de doce paradas. O lo que es lo mismo, un total de entre veinticinco y treinta minutos. Tiempo suficiente para que alguien te cuente una historia. Por eso, cuando se sentó a mi lado, supe que no quedaba mucho para que comenzase a hablar:

Mamá siempre me dijo que fuera alguien de provecho, ¿sabes? Como si fuera fácil dictaminar lo que ello supone. Ella era consciente de lo que había en el parque. Nadie se gana la vida entre litronas y cigarrillos de un euro que Farooq vendía sin preguntar nada más que por esa moneda que caía entre sus manos. Claro que allí, sentados en un banco es donde nacían los sueños y las mayores proyecciones que jamás se hayan visto. Sueños que probablemente se hayan roto sin compasión alguna. Desde querer producir grandes hits hasta gestionar negocios propios de dudosa legalidad. Aspiraciones sacadas de películas. «Ideas millonarias», que lo llamaban los chicos del parque. Por cada una de esas ideas alguien golpeaba con una piedrecita la litrona. Si acaso la tumbaban, significaba que esa idea se cumpliría. Y Farooq tan contento, a sabiendas de que las ideas millonarias implicaban más litronas. Más cigarrillos de un euro que se consumían en los labios de los chicos mientras chapurreaban algo sobre el futuro. Por eso mamá me recordaba al llegar, por la noche, cuando los del parque regresaban sin un duro a sus casas, que debía ser alguien de provecho. Y por eso siempre me ponía un libro entre las manos. «Venga, a leer», decía. Y yo me quedaba quieto como un pasmarote. «Allí, donde hay luz», y señalaba un rinconcito que había preparado en el salón. Una pequeña butaca con un flexo del que emanaba una potente luz como si de un interrogatorio se tratara. Muchas veces intenté cambiar los libros por cerveza, pero Farooq se negaba a aceptarlos. «¿Tengo cara de librero?», decía para luego reírse en mi cara y señalar con sus grasientas manos que lo que él necesitaba era la moneda que guardaba en mi bolsillo. A los chicos del parque también les parecía gracioso que bajase con varios libros tratando de hacer negocios con ellos. No tardaron en arrancármelos de mis manos para lanzarlos contra las litronas y gritar: «¡Toma idea millonaria!». Y yo volvía a casa y mamá ponía otro libro bajo el foco junto a un cojín mullido y las gafas que escondía por motivos más que obvios. Es por eso que dejé de volver a casa por las noches. Volvía, sí, pero solo para dormir. Alargaba los ratos que pasaba con algunos de los pocos críos que también habían abandonado la feliz idea de volver a sus casas para cenar. Y comprábamos más litronas y más cigarrillos de un euro. 

―¿Dónde nos sentamos? ―preguntaba yo al no ver el sol.

―Allí, donde hay luz ―respondía mi amigo señalando la farola.

Antes de llegar a Pacífico, a la altura de Méndez Álvaro, el señor se levantó y pidió a los demás pasajeros que guardaran algo de silencio. Estaba a punto de contar una historia y, a cambio, solo pedía nada más que la voluntad. Esa historia comenzaba con: «Cuando el bueno de Farooq aceptó nuestras monedas, supimos que el futuro nos demandaba un poco más de atención…».

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