Desde el otro lado del charco

María Torrelaguna y la tortilla de patatas

En 1560, Pedro Cieza de León llevó la patata a Europa, en un inicio su uso fue rechazado y no pasó de ser un mero adorno exótico proveniente de una tierra nueva y lejana. Para ese entonces, los Incas la consumían ya por miles de años, sin embargo, los conquistadores dudaron de su procedencia, temían que algo que crecía tan deprisa era cosa del diablo, desconfiaban de su procedencia que era subterránea y no epigea, y no faltó quienes cuestionaron si es que la biblia decía algo respecto a semejante alimento. En el siglo XVII un botánico francés, Antoine Auguste Parmentier, popularizaría su consumo como alimento seguro, y recién llegaría a ser un alimento aceptado en España en algún momento del siglo XVIII. 

Recién en 1798, la famosa tortilla de patatas, emblema español y uno de los favoritos de las terrazas, sellaría con su exquisito sabor la eterna unión entre Europa y América.

Cuando Luz María Torrelaguna llegó por primera vez a Madrid, corrían más de dos siglos desde la invención del famoso manjar hispano. Por aquel tiempo, ninguno de los más de treinta millones de turistas que rondaban las calles de la capital española, les interesaba lo hecho por Pedro Cieza de León, ni lo estudiado por Antoine Auguste Parmentier. Para ellos, aquella deliciosa tapa no podía tener sus orígenes en las papas del altiplano andino, nada tenían que ver las frías tierras en los márgenes del lago más alto del mundo: el lago Titicaca. Estaban equivocados. 

Se los hizo notar María Torrelaguna, cuando se quedó a conversar con varios madrileños de sepa y ejercicio en un coqueto bar ubicado frente al parque de El Retiro. La visitante lo sabía bien, no en vano era profesora del tema y especialista en el área. 

Su conocimiento la llevaría a explicar también qué otra manera de comer la papa era convirtiéndola en chuño, y ahí nomás, sin mayor detalle ni justificación, se hizo preciso que la profesora boliviana explique que el chuño no era otra cosa más que la patata deshidratada al sol en el altiplano andino, cuya preparación tenía varias y diversas formas, todas ellas deliciosas. 

ー Se podría afirmar que es la papa eterna, pues murió congelada por el rigor del frío de Los Andes ー afirmó. 

Así fue que la noche pasó entre tapas y copas, comiendo manjares españoles y comentando curiosidades bolivianas. 

Les encantó a los hispanos, enterarse de la existencia de la palabra “opa”, cuando ante un comentario descuidado, María Torrelaguna explotó de risa y dijo:

ー ¡No seas opa!

Ahí se enteraron los europeos que esa era una expresión que pedía no actuar como bobo. Similar situación pasó cuando la profesora les explicó con lujo de detalles una serie de expresiones bolivianas que encantaron a los hispanos. 

Así entendieron que “atatay” era una clara referencia al dolor, así como “alalay” lo era con el frío. Entre una y otra cosa, se enteraron que las agujetas que provocaba el deporte, eran conocidas como “makurka”, y que las chuletas para aprobar exámenes se denominan “chanchulla”, que algo parecido a un pincho de carne se llama “anticucho” y que si algo se arruina y no se identifica el desperfecto se dice que se ha “estido”. 

Tras dos tintos de verano, cuatro tapas y un pincho de tortilla, María Torrelaguna se animó a contar que admiraba el transporte público de Madrid, pero extrañaba la calidez del abrazo permanentemente abierto de sus paisanos; que le encantaba la arquitectura de la almendra central de la ciudad, pero que le estresaba la falta de libertad para moverse de una acera a la otra;  que le parecía bello que todos se dirijan a sus hijos con  el rótulo de “cariño no hagas eso”  o “cariño no toques aquello”, pero estaba segura que varios de esos chavales necesitaban más una buena reta que una palabra de cariño; que le fascinaban los buses tan ordenados, pero le corroían los huesos el excesivo aire acondicionado. Así, con una y otra cosa, fue avanzando la noche, hasta que, a cierta hora, se fue a la parada del autobús 52 para dirigirse por la avenida Príncipe de Vergara hasta el piso donde estaba alojada.

Aquella noche, a seis horas de diferencia de su amada Bolivia, tuvo la certeza de que los españoles y los iberoamericanos eran como la tortilla de patatas: con la sazón de uno, pero con el corazón del otro.

Más en Opinión