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El regalo como ofensa

Hace tiempo, un conocido, sabedor de mi afición a los libros me ofreció regalarme uno que yo eligiera. Como me debía un favor le sugerí El Quijote en la edición de Ibarra, una bagatela que al parecer se salió de su presupuesto por lo que recurrió a un facsímil. Le hice saber que consideraba su regalo una ofensa.

En otra ocasión una galerista muy refinada me regaló ‘El giro’ de Stephen Greenblatt. Corría 2016, por lo que la hice saber que como podía comprender ya lo tenía. Le propuse cambiarlo por una buena edición del ‘De rerum natura’ de Lucrecio, con un resultado tan ofensivo como en el caso anterior.

Más complejo fue el asunto de aquel amigo que se presentó en mi despacho para pedirme un favor, según él, de vida o muerte. Sospechando que estaba ‘operando’ conmigo cual sablista, le puse como condición que me regalara la biblioteca de su suegro, un excomandante médico de las SS. El hombre se quedó pálido pero por no desdecirse, aun a sabiendas del valor histórico de esa biblioteca, me hizo entrega de ella. Le hice el favor pero pasó el tiempo y lo vi un tanto descompuesto, así que un año después se la devolví casi íntegra. Nunca he visto a nadie llorar tan sinceramente de agradecimiento. Fue una bonita historia entre hombres de palabra.

A veces uno se lleva sorpresas agradables, le regalé a mi hijo el monumental ‘José y sus hermanos’ de Thomas Mann y acaba de comunicarme que lo ha terminado. Acusa tal esfuerzo que lo ha puesto en su currículo. Pero no nos engañemos, no es la norma, buenos amigos y amigas no han tenido contemplaciones en regalarme libros de Terenci Moix, Pérez-Reverte o Javier Cercas. Aunque siempre hay quien supera todas las ofensas, un amigo catalán, culet, claro, me regaló un libro de Sandro Rosell.

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