Nada más atravesar una de las puertas de la ciudad de Esauira, fortificada por los portugueses, nuevas emociones se cruzaron en mi camino. En la antigua Mogador, fundada por el Sultán Sidi Mohamed, el clima era fresco. Fueron unos días hermosos en una bella ciudad iluminada por galerías de arte, con blancas fachadas y azules puertas que contrastaban con el color ocre de los bastiones defensivos que la protegían. Las calles se cubrían de coloridos tejidos, alfombras y ropa, y era fácil entablar conversación con los vendedores y practicar el arte del regateo. Ellos, por su parte, se mostraban cordiales. El olor a sal y pescado impregnaba todos los rincones. Observé a ebanistas y a un hombre tejiendo a máquina mientras disfrutaba de un té y se comía un trozo de pan redondo esponjoso con queso de leche de camello.
Me hospedé en un Riad marroquí, una casa tradicional con un patio interior y plantas alrededor del cual se organizaban las habitaciones. En ese momento, me sentía como un príncipe, sentado alrededor del patio central, entre cojines bordados en el suelo, sobre alfombras, suntuosas lámparas y jarrones árabes, contemplando una fuente de agua en el centro con mosaicos de brillantes azulejos.

Al mediodía, salía a comer en un puesto local de comida casera, un lugar que se especializaba en cocidos y guisos, como garbanzos, lentejas y alubias, con una gran cantidad de aceitunas aliñadas de diferentes maneras. Frecuentaba ese lugar todos los días. Sin embargo, no podía olvidar mis sardinas a la plancha que se preparaban en cualquier puesto de la calle. Me dediqué a comer, descansar y pasear por el puerto, escuchando el batir de las olas y el graznido de las gaviotas sobre la fortaleza amurallada, mientras me sentaba en una batería de cañones contemplando el mar.
Saliendo de la ciudad amurallada de Esauira, tenía menos de tres horas de trayecto hasta Marrakech, así que hasta allí me dirigí. Después de apenas media hora en el autobús, vi aparecer un paraje semidesértico lleno de pequeños arbustos y árboles de argán, de cuyas semillas se obtiene el aceite. Era divertido ver a las cabras subidas encima de los árboles comiendo las hojas. La escena se repetía hasta que llegamos a un terreno más árido y finalmente llegué a la ciudad más famosa del país, Marrakech.

Me movía por la parte nueva de la ciudad, donde veía tiendas de ropa lujosas, restaurantes y hoteles a lo largo de la avenida Mohammed V. Cuando atravesé esa zona, el autobús se detuvo a las puertas de la ciudad vieja. Bajé del autobús y entré en el recinto amurallado, donde todo cambió. Me encontré con una red intrincada de callejones en mi camino hacia el hostal. En el gran Bazar, los vendedores eran insistentes, y el arte de la marroquinería era indiscutible. Perdí la noción del tiempo entre sus pasadizos. El sabor de las naranjas y el olor a especias, las teteras y lámparas colgando por todas partes, las texturas de los tejidos y alfombras, los bolsos y carteras de cuero.
Marrakech resultó ser una ciudad que parecía vivir sumida en un cuento. La vida bullía en la plaza Jemaa el-Fna, dominada no muy lejos por el minarete de la mezquita Koutubia, desde donde el almuédano convocaba a los fieles musulmanes para la oración. Me sentaba junto a un grupo de personas que se agrupaba alrededor de un hombre que contaba historias. Allí, el tiempo parecía detenerse y el público escuchaba en silencio, absorto como si nada más sucediera en torno aquel espacio. Aunque no entendía el idioma, me encantaba escuchar aquellas narraciones escenificadas con gestos. Eran los cuentacuentos. Podía sentir algo parecido a cuando mi abuelo me llevó de niño por primera vez al circo, esa magia de quedarme atónito mirando a una persona en el escenario. Deseaba escuchar otro cuento, me sentía como uno más allí sentado, escuchando. Todo giraba en torno a aquella plaza: cuentacuentos, músicos, danzantes, encantadores de serpientes, sacamuelas, faquires, lectura de cartas, malabaristas, acróbatas, aguadores y domadores de monos. Al caer la noche, todo volvía a cobrar vida de forma diferente: el humo de los fogones, las voces de los comerciantes con los puestos de comida que lo invadían todo. Escuchaba hablar español en las mesas, y era inevitable saber que estaba más cerca que nunca de mi casa, a solo unas horas de distancia. Mi espíritu aventurero hablaba por mí, los pensamientos se sucedían en mi cabeza. Estaba feliz, no podía contener ese sentimiento. Era como ese niño en busca de cuentos, radiante, despierto, lúcido, receptivo a las voces de los mercaderes árabes, maestros del regateo, sabedores de idiomas y encantos. El almuédano llamaba a la oración, ya iba siendo hora de partir.