Alcazaba

Una flor para julio

Salamanca es ciudad que está siempre en mi corazón, no solo por su bella plaza mayor sino por las memorias de amigos y veranos inolvidables en los que fui profesor del Colegio de España para jóvenes del mundo.

Dicté ahí un curso sobre el “Boom” latinoamericano y encontré con sorpresa un renovado interés de los jóvenes del mundo por quienes marcaron la vanguardia literaria en nuestro continente. De ellos, acaparan escena García Márquez, Vargas Llosa y Cortázar. 

El mundo estaba en mora de agradecer a Julio esa porción de belleza que él pacientemente decidió transcribir en sus cuentos; no hizo otra cosa que proponer una manera diferente de ver la vida como una exploración hacia la libertad de la imaginación, hacia un territorio diverso, raro y hermoso.

Pienso que pocos autores como él, entregaron a otros los fundamentos de una sólida poética. Cortázar abrió puertas, desempolvó estructuras –sin proponérselo- y nos dejó esta manera enamorada de narrar, un “tempo” del cual es difícil escapar después de leer sus creaciones.

Para García Márquez era “el hombre que nunca dejó de crecer”; lo describe como un adulto con cara de adolescente, enfundado en un abrigo negro de pastor protestante, y con los ojos muy separados, como de toro picassiano. Así lo vio por primera vez en un café de París donde el gigante acudía para escribir, cual escolar disciplinado, en un cuaderno, a mano alzada, todo lo que ya hervía en su cabeza: algo de lo mejor de la literatura que conocemos hoy.

Confieso que unos gramos más de admiración por “el argentino que se hizo querer de todos”, como también lo recuerda Gabo, me significaron las traducciones magistrales que hiciera de los cuentos completos de Edgar Allan Poe. Cada traductor pone algo de sí mismo en la obra que tiene entre manos; pues bien, en aquellos cuentos, por instantes, no sabemos si es el autor de Boston nacido en 1809, el que nos habla desde “Revelación mesmérica” o “El escarabajo de oro”, o el propio Cortázar, mimetizado en el alma de Poe.

La hermosa descripción acerca de la vida del autor bostoniano, sus relaciones de familia, sus padres trashumantes en una compañía de teatro que recorría los pueblos de Massachusetts interpretando a Macbeth, y el alcoholismo ulterior de quien se paseaba por Boston enfundado en una vieja y raída chaqueta de soldado, debió marcar necesariamente a mi generación, así como impactó a los mayores de 50 años la aparición de “Rayuela”.

Cortázar llegó para proponer un juego, para recuperar la esencia del arte, y en ese destino pudo congregar a miles de “fieles”, como si su propuesta hubiera fundado en verdad una iglesia, un credo verdadero en torno al placer puro de la literatura. Sus cuentos pueden leerse una y otra vez, así como se repite un buen filme, sin desgano o cansancio, pues ya hacen parte de la atmósfera de lo clásico.

Cada “fiel” lleva su propio Cortázar; el mío es el aventurero de la Autopista Sur en Francia, el que decide un día invitar a su mujer a pernoctar en pequeños lugares campestres del camino, valiéndose de una vieja camioneta que es al tiempo cocina y dormitorio. Este hombre logró mostrarnos belleza a partir de lo que para otros autores pudiera ser un yermo: el terreno aparentemente baldío donde “nada ocurre” y las hormigas hacen su diario tránsito con su carga de hojas tras los viejos árboles.

Cortázar el amigo de Charlie “Bird” Parker, el del conocimiento enciclopédico de la música norteamericana, el que se echó a llorar cuando Louis Armstrong sacó por tercera vez un pañuelo para secar la boca de su trompeta en un teatro de París; el hombre que escribió “El Perseguidor”, en homenaje a Parker, el mismo que se fue en un solo de trompeta por los techos roñosos del hospital Bellevue de Nueva York, donde Parker agonizaba creyendo en el amor.

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