Memorias de un niño de la posguerra

Racionamientos e insuficiencias alimenticias en la posguerra

Según me han contado- porque entonces yo estaba muy ocupado con los preparativos de mi llegada a este mundo- que en la guerra civil los españolitos de a pie tenían muchas dificultades para conseguir alimentarse como era debido. Mi abuela y mis tías, que pasaron en Madrid toda la guerra, debían su supervivencia a las lentejas, que eran de los pocos alimentos que se podían conseguir. Mi madre y mis hermanos cuando lograron pasarse a zona nacional comieron mejor, tanto en San Sebastián como en Sevilla, que fueron las dos ciudades en que mi padre tenía su base logística, mientras acompañaba, cámara al hombro, al ejército nacional.

Después de la guerra, en cuanto tuve uso de razón, asistí en Madrid a las cartillas de abastecimiento en artículos de primera necesidad como el pan y el aceite. El pan, recuerdo perfectamente, era malísimo. Había barras de primera, de segunda y de tercera, según las necesidades familiares. Aunque nosotros teníamos derecho a un par en teoría mejor por ser familia numerosa, la verdad es que el pan tenía un color siniestro. Y un sabor igualmente siniestro. Las cosechas de trigo eran notoriamente insuficientes, y el Servicio Nacional del Trigo se las veía tiesas para alimentar a la población. Años después, tuvimos una ayuda providencial. El Presidente argentino Juan Domingo Perón nos envió barcos cargados de trigo, y mereció nuestra eterna gratitud. Mientras, los que podían acudían al estraperlo, y recuerdo la captura callejera de algunas pobres estraperlistas, que ofrecían un pan blanquísimo, que daba gusto verlo.

El aceite era otro producto de estraperlo. Recuerdo que a mi casa iban de visita cada dos o tres semanas, un matrimonio que al entrar me parecían gordísimos, y al salir habían adelgazado ostensiblemente, hasta que me di cuenta que entre el traje y el abrigo había unas cuantas botellas de aceite. Entonces mi alimento preferido consistía en abrir una barra de pan, sacar con un cuchillo la miga, y rellenar el hueco con aceite y cubrirlo con azúcar. Solamente con recordarlo se me hace la boca agua.

En cuanto a la leche, había una vaquería en la esquina de mi calle con la de Alcántara, con un letrero que decía: “leche vista ordeñar”. En efecto, podíamos ver el ordeño. Pero resulta que esta leche tenía dos precios, a 1,50 y 2 pesetas. Le pregunté a mi madre por este misterio, y me respondió, con una sonrisa burlona, que dependía del agua que se añadiera a la leche. 

Cuando me sentaba con mis padres y hermanos éramos siete a la mesa, como el título de una película que se exhibía entonces, con mi padrino Alberto Romea en el papel de padre de familia. Había dos peticiones que podíamos formular: “pido la bandeja” y “pido lo que se deje alguien”. En el primer caso se trataba del aceite que quedaba en la bandeja en los fritos. El segundo era, simplemente, un imposible.

Sobre el precio de los alimentos, Paco Ruiz, un generoso amigo de mis padres, nos invitó a cenar a un restaurante de la Cuesta de las Perdices. Yo pedí calamares fritos y pollo. Y Paco Ruiz comentó, sonriente, que eran los dos platos más caros del menú.

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