Bit a bit: historias de blockchain e inteligencia artificial

Semana Santa e Inteligencia Artificial: cuando el alma humana se encuentra con el algoritmo

Este artículo mezcla la emoción de la Semana Santa en Córdoba con la presencia silenciosa (pero creciente) de la inteligencia artificial. Una reflexión íntima sobre lo humano, lo sagrado y lo digital. Un texto para sentir y pensar.

#SemanaSanta #IA #Córdoba #TradiciónYFuturo #HumanidadDigital

Cada año, cuando la primavera empieza a vestir de colores los patios andaluces y las calles de Córdoba se llenan de incienso, cera derretida y saetas improvisadas, algo se mueve en mí. Y eso que no soy religioso. Ni falta que me hace para dejarme atravesar por el escalofrío que provocan los silencios rotos por un tambor sordo o una voz que rompe en llanto mientras una imagen avanza entre la multitud. No hace falta creer en lo divino para entender que ahí, en esas procesiones que cortan la ciudad en dos, está ocurriendo algo profundamente humano.

Y, sin embargo, este año la experiencia ha sido distinta. Entre cirios y capirotes, entre penitentes descalzos y vírgenes vestidas de oro, no podía quitarme de la cabeza una idea inquietante: ¿cómo encaja la inteligencia artificial en todo esto?

La IA está en todas partes, lo sabemos. Nos sugiere qué escuchar, qué leer, a quién seguir. Diagnostica enfermedades, escribe artículos, y hasta compone música. Pero cuando veo a un costalero temblar bajo el peso de un paso, o a una señora soltar una lágrima al paso de su Cristo, me pregunto: ¿hay algo que una máquina no pueda imitar? ¿Puede la inteligencia artificial entender el fervor? ¿Puede calcular el peso exacto de una promesa?

Yo crecí sin entender del todo lo que significaba la Semana Santa. Era ruido, era tráfico cortado, era gente llorando sin que pasara nada “importante”. Pero con los años —y la distancia que da la vida— me he empezado a colar, casi sin querer, en esos pequeños universos cerrados que son las casas de hermandad. Y es ahí donde he empezado a comprender que no se trata solo de religión, sino de identidad, de pertenencia, de memoria. Y ahora me inunda una mezcla de respeto, admiración y, lo admito, cierta envidia.

Porque mientras yo me debato entre algoritmos y sistemas neuronales, entre debates éticos sobre el uso militar de la IA y su papel en la vigilancia masiva, ellos —los cofrades— viven aferrados a una certeza que no necesita ser demostrada. Caminan durante horas bajo un manto de fe que no pide explicaciones, solo entrega. Y eso, en una época donde todo se mide, se optimiza y se traduce en datos, es casi un acto de rebeldía.

Pero no todo es blanco o negro. Porque la IA también ha empezado a colarse en la Semana Santa. ¿Quién hace ahora la retransmisión en directo de los pasos por YouTube? ¿Quién organiza las rutas para evitar aglomeraciones usando datos en tiempo real? ¿Quién digitaliza los archivos de las hermandades centenarias, preservando siglos de historia en la nube? Así es: inteligencia artificial.

Y ahí está el matiz que me fascina. Porque no se trata de que la tecnología reemplace la tradición, sino de cómo puede amplificarla, protegerla y hasta modernizarla sin desnaturalizarla. He visto cómo una cofradía utilizaba algoritmos para predecir la climatología hora a hora, decidiendo si sacar su imagen o no. He oído de iniciativas que, con IA, recrean en 3D pasos desaparecidos por la guerra o el tiempo. Y he conocido jóvenes devotos que, entre ensayo y ensayo, programan apps para coordinar a cientos de costaleros con precisión matemática.

Pero sigo preguntándome: ¿puede una inteligencia artificial emocionar como lo hace una saeta desgarrada en la madrugada del Viernes Santo? ¿Puede interpretar el silencio de una plaza entera al ver cómo un paso se detiene justo frente a una ventana donde una anciana esperaba ese momento desde hace meses?

La respuesta, por ahora, es no. Porque hay cosas que siguen siendo patrimonio exclusivo del alma humana. Cosas que no caben en un modelo predictivo. Cosas que, como la Semana Santa, necesitan cuerpo, piel, lágrimas, recuerdos.

La IA, por brillante que sea, aún no sabe de abuelas que enseñan a rezar a sus nietos mientras limpian los candelabros de plata. No sabe de esas promesas que se cumplen cada año, aunque las piernas duelan y el mundo haya cambiado. No entiende de cómo una marcha puede hacer llorar a un hombre que no llora nunca. La IA puede analizar esas emociones, etiquetarlas, incluso replicarlas… pero no sentirlas.

Y ahí, precisamente ahí, radica lo que más me conmueve.

Porque quizás no haga falta que la inteligencia artificial lo entienda todo. Tal vez su papel sea simplemente el de ayudarnos a que nosotros, los humanos, no olvidemos lo que sí somos capaces de sentir.

Mientras tanto, yo seguiré recorriendo mi ciudad cada Semana Santa como si la descubriera por primera vez. Miraré con curiosidad a esos jóvenes que procesionan con AirPods bajo el capirote, escucharé las retransmisiones generadas por IA que relatan en tiempo real el recorrido de cada paso, y al mismo tiempo me detendré, como siempre, frente al Cristo de los Faroles, sin decir nada.

Porque no hace falta entenderlo todo para sentir que algo es sagrado.

Y quién sabe. Tal vez el verdadero milagro de nuestra época no sea que una máquina piense como un humano, sino que nosotros aprendamos, gracias a ella, a apreciar mejor lo que nos hace humanos.