Abril, Viernes de Dolores. Cae la noche. Se oye una marcha procesional. El lejano sonido procede de lo alto del pueblo, donde está la iglesia. Después la música desciende lentamente por las estrechas calles. Llama, se lamenta, implora o se queda en silencio. Frente a mi casa, en la oscura y vacía acera, se colocan dos encapuchados (denominados también nazarenos, penitentes, cofrades, capuchos...) con túnicas y capirotes morados. Quedan en actitud de espera.
Otra vez cesa la melodía y el ritmo de trompetas, clarines y tambores. Se oye una voz femenina clara y bien entonada.
- Tercera estación: Jesús cae por primera vez.
Luego una breve alocución y un rezo.
Me doy cuenta de que se acerca un vía crucis. Una devoción católica que conmemora el camino seguido por Cristo desde su condena por el prefecto romano Poncio Pilatos hasta su crucifixión y sepultura. Son los llamados Misterios Dolorosos, que se explican, meditan y visualizan, si hay imágenes, los viernes de cuaresma en las catorce estaciones penitenciales del vía crucis tradicional, el que yo estoy observando. Desde el Viernes Santo de 1991 existe uno nuevo con quince estaciones, incluye la Resurrección. Lo creó el papa Juan Pablo II basándose exclusivamente en el Nuevo Testamento. Ahora coexisten ambos.
La tradición del vía crucis se inició en el siglo IV, tras el Edicto de Milán, año 313, en el que Constantino da libertad a religión cristiana; el Concilio de Nicea, año 325, que establece el cristianismo oficial y la fecha de la Pascua de Resurrección, que se celebra el primer domingo después del plenilunio de primavera; y el Edicto de Tesalónica, año 380, en el que Teodosio I declara al cristianismo de Nicea religión oficial del Imperio Romano.
Se establece la costumbre de orar en ciertos lugares de la Vía Dolorosa de Jerusalén para conmemorar la pasión de Cristo.
Siglos después, los franciscanos, que desde 1342 custodian los Santos Lugares, establecerán las catorce estaciones. Gracias al papa Inocencio XI, en el siglo XVII, el camino de la cruz saldrá de Jerusalén y podrá seguirse en Iglesias de otros lugares de la cristiandad, obteniéndose las mismas indulgencias. Luego se extenderá por caminos y veredas.
Por las vías de mi pueblo continúa su itinerario. Se detiene frente a mi casa.
- Cuarta estación: Jesús encuentra a su madre.
Sigue la misma voz, que ahora resalta el dolor de la madre y el consuelo del hijo al verla.
En la semipenumbra puedo vislumbrar la penitencial procesión, a la que se han incorporado los dos encapuchados, que marcaban la estación. La inicia el estandarte de la Hermandad de Semana Santa, sigue la banda de música uniformada; tras ella, los cofrades con hábitos y capirotes morados y portando las cruces de las estaciones; detrás, un Cristo doliente en la Cruz, de tamaño natural, tumbado sobre los hombros de los porteadores; y siguiéndole, el pueblo. Mujeres, hombres; niños, jóvenes, viejos; antiguos y nuevos vecinos, apretados, llenan la calle de acera a acera. Sin hábitos, ni velas, emocionados, devotos y en total silencio, cierran la procesión. Detrás de ellos, un guardia municipal con una linterna señala el final de la comitiva.
Me impresiona la sencillez, la austeridad y la profundidad del rito, la religiosidad de los penitentes. Ni incienso, ni flores, ni una luz, ni cánticos, ni rezos comunitarios, sólo una voz femenina señalando las escenas, la música, una íntima devoción, y la pasión y el dolor contenidos.
El vía crucis sigue su camino:
- Quinta estación: Simón ayuda a Jesús a llevar la cruz.
- Sexta estación: la Verónica limpia el rostro de Jesús.
Caridad y consuelo, remarca la invisible voz. No he conseguido saber de quién era.
Me quedo sola en la noche de abril, en la que la honda, emotiva y humilde procesión se sumerge.