Plano secuencia

Ajo y agua

Al pan, pan, y al vino, vino: comer solo en un restaurante no es un gusto. Para él. Al menos, para él. ¡Y no son pocas las personas que le dicen que no exagere! ¿Tan malo es ir sin compañía al cine o al teatro? ¿Y a un concierto? ¿Disfrutar a solas de un primero, un segundo y un postre no es también entretenerse uno mismo ante un espectáculo… en tres actos? Y si a veces nos detenemos en apreciar individualmente las calidades de una pinacoteca, ¿por qué no hacerlo, en ocasiones, frente a una paleta con entrantes amarillos, vegetales verdes, pescados azules, carnes rojas, dulces de chocolate? ¿Verdad, Giuseppe Arcimboldo? Ejemplos. Por ejemplo. Pero no. Para él no. A lo mejor, porque desde pequeño no deja de asociar las experiencias gastronómicas con antónimos de vacío. Quizás es que guarda en la memoria a un repudiado Barry Lyndon comiendo en una inmensa sala… sin compañía (Stanley Kubrick, 1975). Tal vez porque recuerda a un triste Virgil Oldman esperando un imposible encuentro en un restaurante (Giuseppe Tornatore, 2013). Y es que comer lo concibe como un excelente marco para comuniones de deseos. Lo asemeja a una partitura gustativa con el fin de saborear con alguien todo tipo de notas personales. Y así lo confirma al acordarse de Pieter Claesz pintando alimentos e instrumentos en Bodegón (1623). Y así lo siente cuando recuerda a Dirck van Delen (o Bartholomeus van Bassen) y Dirck Hals, y su Compañía festiva en un palacio (1628) recreando un escenario culinario sostenido en torno a una interpretación como clave. ¿No lo crees, también, George Philipp Telemann, con tu aclamada pieza Música de mesa (1733)? 

«- … Y si no hay más remedio, tómatelo con filosofía y disfruta del banquete», diría Agatón de Atenas.

La última vez que comió solo fue en Les Téléphones, en la francesa Lyon: tacita de gazpacho frío de melón, como aperitivo; quenelle de brochet con salsa de bogavante, espinacas y arroz basmati, de primero, y, para acabar, île flottante en crema inglesa, con dulce de leche y almendras tostadas recubiertas de azúcar caramelizado. Para chuparse los dedos. Y el entorno, magnífico. Divino, podría ser, es cierto, si consideramos que en tal antiguo espacio religioso se le sugería vivir una secular vía unitiva (aunque en esos momentos sin tener con quién juntarse). Y como mayor toque artístico, reflejos muy brillantes en las recientes gotas de lluvia caídas sobre las mesas metálicas en el jardín del claustro. Casi nada, vamos. Y, además, con una bella luz de fin de tarde. 10 de julio, siendo exactos. Un sueño de verano, sí. Todo muy Shakespeare; pero comer solo, y más entre parejas, parejas y tríos, tríos, tríos... Y es que quien desentonaba, ese servidor. Y sin llegar a la llantina que sufren los personajes de Como agua para chocolate (Alfonso Arau, 1992), cuando en un festín de boda rememoran su gran amor, y sin verse deprimido para tomarse un mortal vino de la añada del filme La última cena (Stacy Title, 1995), el comensal solitario se levantó nada más terminar. Tout s’est bien passé ? Pagó. Y tras la poesía de la ilusión, la prosa de la realidad. Y se fue… como un pirata sin lorito, sin tesoro y sin cautiva. En fin. Ajo y agua.

Pedro Tena Tena
Instituto Cervantes

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