De otros lados

La chamarra amarilla

No había tenido una chamarra color amarillo. No todavía. Hacía falta la minuciosidad del detalle, de las plumas, de la textura del algodón o del poliéster. Del grueso, el largo y el teñido del material en contraste con la piel. De los bolsillos, el gorro exterior o intercambiable. Del Pantone. De los guantes integrados y el forro suave, tecnológico, a prueba de agua. De los pliegues rectos, horizontales, cruzados o desdibujados sobre estampados y/o colores planos. De la capacidad de guardarse en sí misma o estorbar enormemente.

Llegar a la tienda ya se podía considerar heroico. Todo estaba destinado para desechar el día por delante. Cada pasillo involucraba una posibilidad en sí mismo, y negarle la vista pausada a alguna de ellas, quizá, podía suponer un mal presagio para encontrar la correcta, la única chamarra correcta entre cientos de modelos que había acotado, llegados a este punto, al color amarillo. No se puede afirmar que fuese su tono favorito, pero sí el que le faltaba. Y pensaba, aún sin querer, que el que viste de amarillo en su belleza confía, sin entender realmente de dónde había aprendido aquello. Lo repetía sin parar, paseando y tocando las fibras y los cierres.

Una, dos, tres llamadas perdidas. Estaba ocupada. Había llevado cinco modelos distintos al probador, desvistiéndose entera para comprobar la calidad de cada prenda. Se miraba con la opción más larga, un amarillo mostaza, que la cubría justo abajo de las corvas. Movilidad aceptable, poca resistencia al agua. Después la opción más ajustada, tecnología de punta para mantener el calor corporal, de un tono bastante más pálido. Se miraba en el espejo como un cuerpo, un maniquí al que abrigar, sin reparar en el rostro. El que viste de amarillo en su belleza confía. Así entonces la opción más corta, realzándole el busto, o la opción más iridiscente, o la más fea. Todas amarillas, al final. Pensaba qué hubiese dicho su madre.

Tomó el modelo clásico, ni muy ajustado ni muy holgado, con los brazos abultados, fácil de guardar en sí misma, con un amarillo muy parecido al que tienen los centros de las margaritas. Fuera había caído ya la noche, y salió de la tienda con la chamarra puesta, como la única luz de la calle, o como quien no sabe aguantar a estrenar una prenda hasta el día siguiente. La miraban cruzar los semáforos, los pasos peatonales, en medio de las aceras, y todos los transeúntes veraniegos se preguntaban lo mismo.

En casa la esperaba una cena con cualquier película. Abrió la puerta del closet para guardar la chamarra amarilla, pero el espacio se había dado de sí. Intentó con fuerza un hueco, descolgando sin querer una chamarra fucsia y otra negra con manchas azules, y tirando por los aires la que era verde y barata, y rompiendo la anaranjada de Columbia, y la que le heredó su madre, y tirando una de las nueve barras donde había alojado todas sus nuevas chamarras durante los últimos tres años.

Juntó todas las prendas esparcidas por el suelo y, sin quitarse la chamarra amarilla, se acostó. Quizá esa noche no pasaría más frío.

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