Memorias de un niño de la posguerra

El número uno

El número uno de mi curso en el Instituto Cervantes se llamaba Julián Díaz-Peñalver González, pero todos le conocíamos por Peñalver. Oriundo de la provincia de Toledo, su padre, don Franco Díaz Peñalver, era maestro, en la más digna y admirable  versión de esta palabra. Cuando, por la Ley de Educación que está unida a la persona que la elaboró, el Ministro Villar Palasí, se cambió la denominación de maestro por la de Profesor de Educación General Básica, se quiso prestigiar una profesión que había sido entrañable durante siglos. Todavía la palabra “maestro” sigue siendo un reconocimiento de valía para las personas que han elegido una de las más dignas de gratitud de la noble tarea de la enseñanza. La madre de Julián, doña Sinforosa, creo que también era maestra, aunque, como han pasado tantos años, no podría asegurarlo. Julián tenía una hermana poco mayor que él, Carmina, que era también una empollona.

Julián tenía una ventaja sobre el resto de los alumnos del curso. Una ventaja, propiciada por don Franco, que estaba al alcance de todos, pero que muy pocos practicaban. Al acabar el curso, su padre compraba y facilitaba a su hijo los libros del curso siguiente. Y durante las largas vacaciones escolares, que duraban tres meses don Franco dedicaba una o dos horas diarias a vigilar que su hijo estuviera al tanto de las asignaturas que se iban a impartir cuando se reanudaran las clases, con lo que podía aumentar sus conocimientos sobre las diferentes materias

Yo hice  amistad con Julián desde el principio, le invitaba a jugar a fútbol en el jardín de mi casa, y juntos íbamos a los cines de nuestro barrio. Él vivía en un pequeño piso interior de la entonces Calle de Hermanos Miralles, que ha recuperado la antigua denominación de General Porlier. Era el número 22, y en  alguna ocasión le visité para  estudiar juntos, pero yo era proclive a la distracción, salvo cuando tenía a don Franco delante. Él me trataba con generosidad. Recuerdo que una tarde surgió del pasillo en calzoncillos, mientras gritaba “¡Sinfo, y mis pantalones!".

En el Instituto practicábamos deportes. En fútbol éramos defensas, el derecho y yo izquierdo, y en baloncesto yo jugaba de base, y él de alero.

En sexto curso, cuando aprobé la primera reválida del Plan elaborado por el Ministerio de Joaquín Ruiz Jiménez, dejé mis estudios y me puse a trabajar para ayudar a mi madre, que llevaba cuatro años viuda.En 1957, ya alumno de la Escuela Oficial de Periodismo, logré aprobar el Preuniversitario y la Selectividad para pasar a la Universidad. Y así pude distraerme con varias carreras, con poco tiempo para estudiar.  La amistad con Julián Díaz-Peñalver se mantuvo invariable, pero apenas teníamos tiempo para vernos. En 1960 coincidimos en la Milicia Universitaria, él en Ingenieros (Había ingresado brillantemente en la difícil carrera de Ingeniero de Telecomunicación) y yo en Infantería. Recibimos juntos los despachos de Alférez de Complemento, cuando ya se había cambiado de domicilio, a un piso nuevo exterior en la calle de Maldonado. Pasamos juntos el fin de año en casa de Mariano Gracián, compañero de curso en el Cervantes, y que pasó los tres meses de “maldito” y otros tres de sargento compartiendo la tienda de lona conmigo y, acabada la carrera de Medicina, se marchó a ejercer a Barcelona, y ya no supe más de él.

Pasaron los años, y un amigo y compañero fue nombrado Jefe de Prensa de Telefónica, y le pedí que me informara de Julián. Al cabo de unos días, me informó que ocupaba un puesto de 

Responsabilidad y era muy apreciado en la empresa, lo que no me extrañó porque conocía su valía.

No he vuelto a verle. Como era de mi quinta, espero se haya convertido en un feliz jubilado. Siguiendo los consejos de su padre, se habrá preparado a conciencia para llegar al otro mundo.Y

En cuanto a don Franco Díaz Peñalver, los que habitan en el Cielo ven pasar entre nubes a un hombre en calzoncillos gritando “¡Sinfo, y mis pantalones!”, que sepan que se trata de un admirable

Y socrático maestro-

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