ORBAYADA

La Güestia

No ha expirado el mes de enero su último respiro y ya ha pegado aldabonazos a la puerta. Se ha dado mucha prisa para dejar huecos en la agenda. Números vacíos, nombres sin dueño que se resisten a desaparecer porque al borrarlos se olvidan y si permanecen escritos, aunque no reciban llamadas, quizá no estén muertos. Algunas, fueron ausencias esperadas, no por ello menos dolorosas; otras tan súbitas que instalaron de golpe el duelo y la futilidad de una vida que un día amanece sonriente y, al otro, el albur siega sin pedir permiso. Se desapega. Ya no quedan reflejos en las sombras, ni luz en los matices de la niebla, solo claroscuros que desaparecerán sin dejar huella.

Llegan los ojos arrasados, los humores contenidos, las culpas imposibles, las tristezas y las nostalgias. Los lazos sueltos que no saben consolar ni dar consuelo; el sentir que querer tanto nunca fue suficiente porque, aunque los momentos parezcan eternos, son solo partículas de arena en el reloj del tiempo. Solo los olores, las caricias sutiles, las miradas cómplices o tiernas son capaces de abrirse al cielo. Volar fuera, más allá de cualquier tierra y universo. Volar como las mariposas revolotean y planean compitiendo en requiebros.

De nuevo vuelve el blanco y negro; de nuevo se percibe difuso lo lejano como lo ven los miopes. Sin enfoque. Sin contornos. De nuevo, lo cautivo reaparece. Retorna el miedo a la noche, porque cuando regresan los muertos envían por delante el hilo pegajoso de una araña: los recuerdos. Que atrapan. Que enredan. Que asfixian. Pero son su única forma de querernos.

Los muertos no vuelven solos. Avanzan con el crepúsculo en letanía como la Santa Compaña, como la Güestia. A pesar de que el treinta y uno de octubre, pasó hace meses, las almas deambulan para informar que algún otro perderá la vida. No quieren estar solas. Son los espíritus de identidades ocultas ánimas en pena que por su eterno descanso piden ayuda. Levitan siempre en doble fila bajo el ruido de cadenas y con gélidos lamentos salmodia temas funerarios con la cruz y la vela encendida. La niebla, el olor a cera derretida, el sonido de la campana en la noche cerrada les delata. “Anda de día que la noche es mía” avisan a quienes osan salirle al paso; solo se dejan ver por algunos privilegiados que no morirán al año. Los demás eligen no cruzarse. Aunque de sobra sepan que serán llamados a primera fila. 

No importa, porque al fin y al cabo es ley de vida y la han vivido. Por eso, sin darnos cuenta, obligamos a quienes nos siguen a viajar apartados de tan lúgubre camino, conminándolos a tenderse raudos en el suelo dentro de un círculo de sal, si de casualidad se cruzan a la Güestia. Mientras, en los recodos sombríos de la vida, añoramos a los que la pierden, salpicada nuestra cara por destellos que reflejan los efectos de la luz y el tiempo sobre el alma y la naturaleza humana. Sollozos a escondidas. Hipo contenido. Solo faltan las viejas plañideras, mujeres vestidas de luto que, con lamentos vacíos, desgarrados y gritos pintados de rojo y amarrillo, encubren los suspiros de los deudos alrededor de los difuntos.

Maribel Barreiro es jurista y escritora

Autora del libro de relatos 

De príncipes azules y otros cuentos

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