El velo de la apariencia

Otra constitución para la historia

Florentino_Alaez_Serrano
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Las constituciones históricas fueron obra de una España que se impuso sobre la otra. Y, quizás como consecuencia de ello, todas (salvo la de 1837 y las Leyes Fundamentales de Franco) perdieron su vigencia por hechos producidos al margen del procedimiento regulado en cada una.

Sólo la Constitución de 1978 fue fruto de un pacto entre las dos Españas. Y, gracias a ello, creíamos que no se repetiría el abrupto final que acompañó a las anteriores. Pero como en esta vida mortal nada es eterno, el destino ha querido poner fin al tiempo de su vigencia como ley fundamental. Y lo más asombroso es que este desenlace inesperado ocurre al margen de lo previsto en ella. Una vez más. Volvemos a las andadas. Un nuevo régimen, por el momento desconocido, que, con desdén, arrogancia y burla, impone una España sobre la otra, que se duele y no se resigna a ver destruido un sistema político que no era el suyo sino el de todos. Ello supone desenterrar el hacha de guerra y enfrentar de nuevo a las dos Españas sin dejar espacio a la tercera. ¿Cómo recordará la historia a quienes, conquistando el poder gracias al respeto de los perdedores, se valen de ellos, el poder propio y el respeto ajeno, para romper (¿definitivamente?) el consenso de la Transición o, lo que es igual, la estabilidad de un sistema que descansaba en el rango jerárquico de la ley de leyes?

La constitución de 1978 (ya se puede escribir con minúscula), aunque no ha sido derogada en forma (hubo un error premonitorio del BOE), se ha convertido en papel mojado. Hasta ahora, el Congreso de los Diputados gozaba de una potestad muy limitada, la de formular reglas generales que no contradigan la Constitución, sin invadir la competencia de las Comunidades Autónomas, ni inmiscuirse en la actividad de los demás órganos constitucionales, administraciones u organismos de diferente naturaleza. A partir de ahora, una mayoría coyuntural del Congreso, que en parte alberga sentimientos antiespañoles, regida por el Presidente del Gobierno, ejercerá todos los poderes del Estado sin necesidad de sujetarse a las leyes ni respetar la competencia de los demás órganos y entidades, sobre los cuales impondrá su férrea voluntad. Cualquier cosa, por disparatada que parezca, es posible, con tal de que se le dé el nombre, el rango y la fuerza de ley, por quien puede darlo, que es la mayoría del Congreso. La Constitución, hasta ahora rígida, muy rígida, de pronto se vuelve flexible. Y se puede reformar por medio de una ley orgánica. No hay diferencia ya entre poder constituyente y poder constituido.

Y todo ello es el resultado de una transacción comercial con los autores de un golpe de Estado, que reciben beneficios inmerecidos a expensas de los demás españoles. Ni siquiera se disimula, no hace falta recurrir como hacía la monarquía absoluta a la razón de Estado, que por pudor pululaba entre las bambalinas del poder. Conquistar el Gobierno es traficar en un mercado, el de los enemigos del comercio, en el que todo se compra y se vende. Pero ¿permite la Constitución comprar votos? ¿Es válida una votación con votos comprados? ¿Qué es más deshonesto: cambiar votos por dinero o por impunidad? Preguntas retóricas. 

Asistimos a un cambio de ciclo. La inestabilidad que aqueja a la política española desde la Guerra de Independencia es ya crónica, a pesar de que durante la Restauración y durante la vigencia de la Constitución de 1978 España vivió un tiempo en el que creyó haberse curado de la enfermedad. Puro espejismo. Todo lo que está ocurriendo altera la percepción de la historia. Nos guste o no nos guste, es la realidad. Y conviene en este punto sujetar la imaginación y ver el mundo que nos rodea tal y como es. Una experiencia tan excitante como trágica. 

¿Alguien será capaz de detener tamaño despropósito? La historia enseña que la locura, cuando infecta al Gobierno de España, y en los últimos doscientos años lo ha hecho con frecuencia, deja tras de sí un rastro imborrable de desolación que alcanza a generaciones enteras. Conservemos la esperanza de que algún día la cordura regrese a la vida pública y este capítulo de la historia política no sea más que una anécdota, disparatada y cómica, sin mayores consecuencias.

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