El Osorio y el Madroño

Poniendo a parir a Adolfo

Aprovechando que el coordinador de opinión de este periódico, Adolfo Alonso Ares, está de vacaciones, voy a ponerle a parir. 

Sé que a él no le importa, porque los maragatos, desde muy antiguo, tienen la tradición de ponerse a parir. Me explico: en la Maragatería existía la costumbre de la “covada”. En tiempos en que dar a luz era un riesgo serio para la vida de la madre y la del niño, las gentes practicaban ritos mágicos que les protegían ante la adversidad. Cuando una mujer salía de cuentas, el marido se acostaba en la habitación de al lado, simulando mediante gritos y convulsiones que era él quien estaba pariendo. Así, los malos espíritus se confundían y acudían a la habitación del esposo, dejando en paz a la mujer, que podía dar a luz sin complicaciones. 

Mientras en tiempos remotos los maragatos practicaban la covada, en la antigua Grecia, las espartanas acompañaban a la parturienta practicando una costumbre que, según se cree, está en el origen de la expresión “poner a parir”. Cuando una mujer superaba los nueve meses de gestación sin haber parido, sus vecinas acudían  en tropel a visitarla y comenzaban a gritarle, llamándole de todo menos bonita. Este choque emocional de verse vituperada sin ningún motivo, solía producir una convulsión interior en la espartana, que le inducía a romper aguas, facilitando que por fin se produjera el alumbramiento. Y de ahí vendría el dicho: “poner a parir”.

Hoy los que se suelen poner a parir son nuestros políticos, de uno y otro signo, porque una epidemia de chabacanería ha sustituido los argumentos por los insultos. Adolfo, que fue alcalde de Astorga, no es así, él conoce los recursos del diálogo y la importancia de aunar las voluntades. 

A Adolfo Alonso Ares no hace falta ponerle a parir, porque él pare continuamente sus poemas, sus cuadros, sus dibujos y sus periódicos. Inquieto y andariego, como la santa de Ávila, lleva en sus genes el coraje y la bonhomía de la estirpe maragata y la generosa fuerza de la arriería. Arriero fue su ascendiente Santiago Alonso Cordero, empresario del transporte que hizo fortuna en Madrid. Don santiago fue diputado liberal y construyó en la calle Mayor en 1842 la llamada “Casa de Cordero”. Aquella fue la primera casa para ricos de la capital. Con esto no quiero decir que los ricos no tuvieran casa anteriormente, sino que vivían en palacios, y no en casas de pisos, como la del astorgano. El caso es que los palacios se habían vuelto incómodos y caros de mantener, y aquel edificio, de fachada palaciega, ofrecía tantas ventajas que los aristócratas empezaron a mudarse a él. 

Adolfo Alonso Ares, tan leonés como madrileño, sabe que para convertir una casa en un palacio solo hace falta la cordialidad y la hospitalidad, cualidades que él domina. Adolfo nos dice en uno de sus poemas:

“Seré mi vagabundo y habitaré en las plazas 
En donde los palacios se elevan hasta el cielo 
Tendré un palacio y luego seré de él la veleta 
También seré maleta del viejo fugitivo …”

Buen caballero andante, nos muestra su ideal en estos versos:

“Iré a un lugar del mundo corrompido
lo inundaré de mar y podré luego 
volver a ser feliz en cualquier sitio 
y volveré a vivir en cada pueblo”

Adolfo es la voz potente que resuena en los páramos cada vez más despoblados de la meseta española:

“Antiguamente los hombres 
sabían sentarse en torno a las hogueras 
y hablar con los hombres. 
Y los hijos de aquellos hombres 
nacían junto a las llamas azules 
y crecían mirando el fondo de las encinas”.

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