Plano secuencia

Recetas de reamor o corazoncitos de cordero

Pedro Tena Tena
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Sentirse rechazado no es vivencia agradable. Si el caso es cosa de amores, el asunto se hace más difícil de asumir. Las despedidas sentimentales no son plato de buen gusto, y menos si es uno quien se ve como cordero degollado antes de una barbacoa con churrasquitos de ternasco aragonés.

Para una receta exitosa a la hora de recuperar a una pareja que se le ha marchado con un au revoir con salsa meunière o un bye bye al pilpil, considere desde un principio que nada está perdido en la cocina del amor. ¿Recuerda cómo Fitzwilliam Darcy llega a vivir un final feliz después de que Elizabeth Bennet le despachara con un formidable enfado en Orgullo y prejuicio (Joe Wright, 2005)? Pues bien, deguste las siguientes notas, por favor.

Frente a cualquier abrasador estado, uno, primero, muy bien puede acudir al consejo de un pariente, aunque corre el riesgo de convertirse en protagonista involuntario durante la próxima comida familiar en un día navideño. (Ya sabe: el cordero, otra vez). Solicitar sugerencia a algún amigo es otro buen condimento de solución, aun a riesgo de ser usted tema de charla en una despedida de soltero. ¡Menudo borrego, el be-bee-be-bocazas! (Ya sabe: el cordero, otra vez). Y hay a quien le podría resultar tentador hasta recurrir a la farmacopea sentimental, como descubrimos en la Tragicomedia de Calixto y Melibea (Fernando de Rojas, h. 1502), o servirse de textos de autoayuda, conforme leemos en Tócala otra vez, Bach. Todo lo que necesitas saber de música para ligar (Máximo Pradera, 2021). 

Otra puerta de arreglo es cuestión de minutos: haga lo infinito para quedar con su ex en la madrugada del último domingo de octubre. Haga lo que sea, sí. Y a las dos. En persona, por teléfono o por cualquier red social. A las dos, subrayo. Entonces, invite a su antigua pareja a repetir un desembarco de explicaciones pasadas. Cuando el ajeno desahogo termine a las tres, informe de que es el momento de cambiar la hora. En ese instante, se volverá a las dos. Usted contará, así, con tres mil seiscientos segundos extras en su vida para una recuperación. Concéntrese en cardar la lana afectiva con mesura y tacto y, a la vez, mantenga una actitud serena: no es necesario suavizar sus palabras con Norit ni apuntalarlas con la energía de Caín. (Ya sabe: el cordero, otra vez). Mucho ánimo. El tiempo es oro… y si está en un futuro anillo, por ejemplo, mucho mejor.

En caso de que la estrategia anterior fracasara, ni se le ocurra emular al escritor Mariano José de Larra (1809-1837) o al pintor Carles Casagemas (1880-1901) o a la escultora Marga Gil Roësset (1908-1932), quienes dirigieron su destino (y tiro) hacia su propia diana vital. Y ni se le pase ir a la isla griega de Léucade para rememorar en carne propia el salto de Venus. Y, por supuesto, descarte el recurso del agua tofana, y su criminal resultado, si atendemos a Las dos muertes de Mozart (Joseph Gelinek, 2018). En mi modesta opinión, y disculpe si nadie me ha pedido vela en este entierro (y perdone ahora también la desafortunada imagen en sus momentos tan dolorosos), consulte a los clásicos. Un excelente primer camino para curar su mal: Remedios de amor, de Ovidio; ese texto que brinda consejos para no vivir con daños o sufrimientos del corazón. Aun con todo, quizás, lo mejor, películas. El cine, así, la madre del cordero. (Ya sabe: el cordero, otra vez). Y si es después de la tarde, y sin poder dormir, mejor. «En la pantalla negra de mis noches blancas», nos canta Claude Nougaro. Y es que el séptimo arte es mano de santo o divina para mostrar situaciones en las que identificarse como juguete roto. Es posible vernos traicionados, al igual que Bentzi en Polo de limón (Boaz Davidson, 1978) o Paul Newman en El veredicto (Sydney Lumet, 1982). O podemos no tener explicaciones… o un ahí te quedas compuesto y sin pareja, según descubren Isabel en Calle Mayor (Juan Antonio Bardem, 1956) o Françoise en El hombre que me agrada (Claude Lelouch, 1969). Es probable encontrarnos con adioses un tanto lacónicos… y hasta duros, según Lo que el viento se llevó (Georges Cukor, Victor Fleming, Sam Wood, 1939), donde Scarlett O’Hara recibe un apoteósico final: «Francamente, querida, eso no me importa». O el que siente la sedienta enamorada Jill McBain en Hasta que llegó su hora (Sergio Leone, 1968), al ver a un Armónica que se despide dando la nota: «- Yo ya he terminado aquí. Sweetwater será un pueblo muy bonito. / - ¿Pasarás por aquí algún día? / - Algún día». Sin embargo, topamos también con unas separaciones que acaso nos dejen un último brillo de grandeza para una amorosa historia pasada. «Un bel morir tutta una vita onora», dice Francesco Petrarca en el siglo XIV. Y así somos testigos de ello en muchos filmes; en especial, junto a medios de transporte, como metáforas de una partida sin aparente retorno, símbolos de la belleza que puede caber en el viaje a la finitud de las relaciones humanas: ante un cuadro de vuelo solo de ida, como en la mítica Casablanca (Michael Curtiz, 1942), o delante de una escena sin doble vía, según nos emocionamos en Breve encuentro (David Lean, 1945), o frente a una situación sin marcha atrás, tal y como vemos en Esplendor en la hierba (Elia Kazan 1961). Siendo sincero con usted, le aconsejaría mirarse en el periodista Gregory Peck, tras una despedida italiana por parte de la princesa Audrey Hepburn. Vacaciones en Roma (William Wyler, 1953). Una palaciega embajada ya vacía. Usted aguardando un regreso de la joven. Un sueño en vano. Chaqueta. Camisa. Corbata. Manos en los bolsillos del pantalón. Una cámara en contrapicado lo eleva aún más como un guerrero sin dama después de un fracasado torneo. Va a la salida caminando en silencio, oyendo sus pasos, en una interminable nave. Al menos, con una luz dentro de usted. («[…] la llama que los antiguos caballeros vieron desde sus tumbas, y que vieron apagar; esa llama vuelve a encenderse para otros soldados, lejos del hogar, más lejos en su corazón que Acre o Jerusalén. No habría sido posible encenderla si no fuera por los arquitectos y los actores de la tragedia, y aquí la encuentro esta mañana, de nuevo prendida entre las viejas piedras», leemos en Retorno a Brideshead -Evelyn Waugh, 1945-). Entonces, suena una música desde su fondo íntimo. Y usted se detiene. Mira atrás. Y se marcha. En fin, purito cine.

Y si su panorama personal no mejora todavía, Erich Fromm y su Arte de amar (1956) o Javier Marías y sus Enamoramientos (2011) son útiles umbrales de reconstrucción. Y aprenda a valorar lo que un día fue un vuelo interminable. Y no pierda la fe en que es alcanzable amar después de amar. Ser amado después de ser amado. «Debes tener un poco de fe en la gente», dice Mariel Hemingway a Woody Allen en el final de Manhattan (Woody Allen, 1979). ¿Y escuchar entretanto a The Byrds y su Turn! Turn! Turn! («¡Todo gira gira gira!»)? Y, claro, no deje de respetar a su ex, recordando el más encomiable alegato protofeminista de la quijotesca obra cervantina: «Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos: los árboles destas montañas son mi compañía; las claras aguas destos arroyos, mis espejos; con los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado y espada puesta lejos», expone de manera potente la pastora Marcela. (Ya sabe: el cordero, otra vez).

Adenda del chef:

«Bueno, quizá ustedes hayan pasado algún día por esto y yo esté cometiendo una indiscreción al recordárselos, o al traerles a la memoria una cosa ya suficientemente enterrada bajo otros escombros, bajo otras ilusiones, otras películas, otros hechos, mejores o peores, que han ido borrando aquello que en un momento dado les pareció como el fin del mundo y que hoy, lo saben bien, recuerdan hasta con una sonrisa».

«Bajo otros escombros» (Augusto Monterroso, 1972)

¿… Y por qué no reposar, como final de lectura, con «Rhapsody in Blue» (George Gershwin, 1924), nuestro musical postre afectivo (y efectivo)?

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