Cápsulas viajeras

Sighisoara "en la mítica Transilvania"

Aquella mañana que dejé Bucarest, la capital y ciudad más poblada de Rumania, me subí en un autobús con la intención de conocer Sighisoara, localizada en la región histórica de Transilvania, la pequeña ciudad sajona fortificada, casa natal del verdadero Vlad Tepes, mitificado en la imagen de Drácula.

Saliendo de la capital, más al interior, los aserraderos y fábricas de madera se levantaban por el paisaje, dejando un mal sabor tras ellos. En aquella región de los Cárpatos, el aire se volvía más frío y la escarcha cubría los campos. A la entrada de una casa, junto a una carreta llena de madera tirada por un caballo, un hombre cortaba los troncos con su hacha. Llevaba puesto un gorro cosaco en la cabeza y calzaba unas botas de agua. Al ver la tala de bosques en las montañas y aquel hombre trabajando, pensé que podía ser solo un campesino que utilizaba la leña para calentar su hogar. Sin embargo, la tala ilegal y la deforestación eran un hecho que provocaba serias disputas en aquellas tierras debido a las mafias y empresas madereras.

Al entrar por la puerta de la ciudad amurallada de Sighisoara, las calles eran peatonales. Me hospedé en una pensión en la plaza de la Ciudadela (Piata Cetatii), donde se concentraban los bares y las tiendas, los establecimientos de los artesanos. Aunque durante el día las terrazas invitaban a sentarse, había poca gente de visita en esas fechas. El clima no ayudaba mucho: llovía frecuentemente, el frío y la sequedad incidía en la ciudad como la mejor invitación para quedarse en casa.

La pensión donde me hospedé era un viejo caserío de dos plantas. Abajo estaba el salón, la clásica cocina y una estufa al fuego de leña. Sus paredes estaban decoradas con cuadros, y había una gran mesa, bancos y muebles hechos de carpintería. Las vigas de roble sostenían el techo y el pavimento era de madera laminada. Arriba estaban las habitaciones privadas, con ventanas y techo de tejas.

Me gustaba dirigir la mirada hacia afuera desde mi habitación. Por una pequeña buhardilla al fondo, podía ver lo tupidos que estaban los bosques, con grandes y viejos robledales, hayas y pinos cubriendo las laderas. Las hojas secas adornaban los jardines, las torres e iglesias tenían forma de pico, y los tejados puntiagudos tenían veletas de forja de viento. Aquellos días pasaban al ritmo de una partida de ajedrez, lentos, con tiempo suficiente para pensar en mi próximo movimiento.

En mis paseos, parcialmente nublados todo el día, cuando miraba las viejas fachadas de casas tono pastel con sus ventanas de hierro forjado y portones de madera, sentía un aire fantasmagórico. No nevó durante mi estancia, pero la niebla bajaba densa, cubriendo las casas y las aceras como una cortina de humo, sin dejar ver nada a dos metros de distancia. Una especie de halo misterioso atravesaba las calles, añadiéndole cierto encanto. Un cielo gris más bien sombrío parecía encogerse y envolverlo todo. Era un tétrico paseo entre murallas, bastiones y torreones, hacia la puerta lúgubre con la torre del reloj al fondo. De alguna manera, pasear por un pavimento de adoquines vacío después del atardecer, bajo la lluvia y con la tenue luz de los faroles, me transmitía una renovada calma. Este retiro invernal me unificaba con la serenidad sin tener que estar expectante a nada ni a nadie. Al regresar a la casa donde me alojaba, percibía el silencio como reposo, el calor de un candelabro como protección y la voz de alguien como compañía.

Permanecí allí durante unos días, encontrando en la intimidad del hogar un espacio acogedor. Philip, un chico británico que también estaba hospedado en la casa, parecía estar muy interesado en la historia de Drácula, ya que tenía un set de colección de botellas de draquila en la mesa.  Yo tomé asiento en otra silla frente a él y comenzamos a charlar mientras caía la noche. Desde la cocina de leña, se desprendía un aroma delicioso a comida casera, y en poco tiempo vi llegar al señor de la casa, quien con un gesto sutil añadía condimentos a su receta mientras se cocinaba a fuego lento. Pronto, se unió a nosotros en la mesa.

Philip le preguntó a Bladimir sobre la historia del conde Drácula, y yo quedé expectante, aunque sabía que se trataba de una novela. Bladimir respondió con soltura y disposición, como si hubiera contado la historia muchas veces. Nos contó que Vlad Tepes, príncipe de Valaquia entre 1456 y 1462, en el principado rumano de Europa oriental, era conocido por su crueldad en la contienda contra los otomanos. Llegó a utilizar el empalamiento como pena capital para sus prisioneros enemigos, y se decía que incluso bebía su sangre. De ahí su sobrenombre Vlad el empalador o Vlad Drácula. Era el segundo hijo de Vlad Dracul, su padre, quien fue investido por la orden del dragón y vestía una capa negra en defensa de la santa cruz. Según las crónicas de la época, Vlad vivió aquí unos años de su vida antes de mudarse al Castillo de Poenari, hoy parcialmente en ruinas, (y no al de Bran, situado cerca de Brasov, fortaleza medieval, y punto clave del turismo rumano por su vínculo con el personaje ficticio del conde Drácula)

Philip y yo no nos movimos del sitio, cautivados por la historia que no nos permitía prestar atención a otra cosa. Bladimir nos invitó a cenar, se levantó de la mesa y fue a la cocina. Regresó con una deliciosa sopa de verduras que sirvió en la mesa dentro de un pan redondo del cual había cortado la parte de arriba y vaciado su miga.

Uno de los placeres del viaje consistía en momentos como aquel, estar en lugares desconocidos donde de la nada surgía un ambiente familiar. Donde las personas mostraban su rostro más humano con cariño. Escuchar las crónicas que se decía que sirvieron de inspiración al autor de la obra para crear el personaje de un vampiro llamado Drácula me había hecho olvidar el tiempo. Pero el verdadero sentido de mi paso por Transilvania había sido descubrir un hermoso territorio con su peculiar historia y su propio acervo cultural.

“No me llevaré el draquila a Inglaterra sin antes probarlo”, dijo Philip al terminar nuestra cena. “Abriré una botella ahora para que brindemos un trago”.

En ese momento, alguien picó a la puerta y, sin dudarlo, Philip se levantó para abrirla y exclamó: “Será Drácula”.

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