El velo de la apariencia

El símbolo de la belleza invisible

Florentino_Alaez_Serrano
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Desde que Umberto Eco publicara en 1980 El nombre de la rosa, la fascinación que ejercen la Edad Media, los monjes y los monasterios, no ha hecho más que crecer.  Editoriales de gran éxito dedicadas a la literatura medieval o a la fabricación artesanal de facsímiles de calidad, parques temáticos, mercados medievales, cursos y viajes con destinos a lugares emblemáticos, novelas de suspense o de misterio cuya acción se localiza en el medievo, son signo evidente del interés que despiertan. Monasterios singulares como la abadía de Mont Saint-Michel o la Sacra di San Michele atraen a numerosos visitantes. El canto gregoriano entra en la lista de discos más vendidos. El Camino de Santiago se llena de peregrinos procedentes de los rincones más lejanos. Cualquier nueva pista que pueda conducir al Grial tiene espacio en los periódicos influyentes.

Al mismo tiempo, los investigadores reinterpretan la historia para descubrir una nueva Edad Media colorista y luminosa, en la que conviven la fantasía desbordante de los monstruos esculpidos en los capiteles románicos y la racionalidad severa de las disputas escolásticas, una Edad Media que enlaza con la filosofía griega y las culturas y religiones orientales de la Antigüedad y que poco a poco opera un cambio profundo en la manera de sentir del hombre occidental que se hará patente en el Renacimiento.

Cansado ya del arte por el arte, el aficionado busca y descubre bajo el velo de la belleza visible un mensaje oculto que le interpela y que le transporta a un tiempo exótico en el que el mundo no era lo que es hoy, un mundo de símbolos en el que nada es lo que parece. El arte mimético de la Antigüedad, que imita la naturaleza, deja paso a un nuevo arte simbólico, que expresa lo sagrado o lo trascendente por medio del símbolo. El esfuerzo continuo de cifrar y descifrar, velar y desvelar, consustancial al hombre de entonces, entusiasma al hombre de ahora.

El universo simbólico medieval lo abarca todo: la exégesis alegórica de la Biblia, el culto divino concebido como misterio de las antiguas religiones mistéricas, la dualidad metafísica del neoplatonismo, hegemónico casi hasta el final. El templo será el espacio (sagrado) destinado a albergar el rito sagrado y con ello el simbolismo es doble. Esta omnipresencia de lo sagrado convierte el mundo en teofanía, en manifestación de Dios. A partir de aquí, la sensibilidad del hombre medieval para percibir la belleza sobrepasa todos los límites. Lo más bello de cuanto hay es la naturaleza porque en ella se refleja como en un espejo la belleza en sí, que es Dios. Esta confusión de la belleza con la divinidad en el arte sagrado y en general en la contemplación del mundo, aproxima a la mística la experiencia estética, que entonces deviene inefable.

Además, algún monje como el abad Suger de Saint-Denis siente una fascinación por el brillo del oro y de las piedras preciosas que le impulsa a  elevar la experiencia estético-mística a la máxima potencia con la arquitectura gótica, creando un templo cuyo interior se inunda de luces de colores. En él los monjes cluniacenses, por medio del canto gregoriano, que se corresponde con la música de las esferas y con la que entonan los coros angélicos, vivirán el rito sagrado como símbolo y experiencia anticipada de la gloria.

Junto a la belleza sensible el hombre medieval percibe una belleza inteligible (invisible), gracias al símbolo. Todo el arte medieval es simbólico. Ser capaz de desentrañar su significado es el desafío que lanza al hombre moderno.

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